una magnífica huerta en declive, orientada al
mediodía.
La familia de los Ohandos se componía de la madre, doña Águeda, y de sus hijos Carlos
y Catalina.
Doña Águeda, mujer débil, fanática y entermiza, de muy poco carácter, estaba dominada
constantemente en las cuestiones de la casa por alguna criada antigua y en las cuestiones
espirituales por el confesor.
En esta época, el confesor era un curita joven llamado don Félix, hombre de apariencia
tranquila y dulce que ocultaba vagas ambiciones de dominio bajo una capa de
mansedumbre evangélica.
Carlos de Ohando el hijo mayor de doña Águeda, era un muchacho cerril, obscuro,
tímido y de pasiones violentas. El odio y la envidia se convertían en el en verdaderas
enfermedades.
A Martín Zalacaín le había odiado desde pequeño cuando Martín le calentó las costillas al
salir de la escuela, el odio de Carlos se convirtió en furor. Cuando le veía a Martín andar
a caballo y entrar en el río, le deseaba un desliz peligroso.
Le odiaba frenéticamente.
Catalina, en vez de ser obscura y cerril como su hermano Carlos, era pizpireta, sonriente,
alegre y muy bonita. Cuando iba a la escuela con su carita sonrosada, un traje gris y una
boina roja en la cabeza rubia, todas las mujeres del pueblo la acariciaban, las demás
chicas querían siempre andar con ella y decían que, a pesar de su posición privilegiada,
no era nada orgullosa.
Una de sus amigas era Ignacita, la hermana de Martín.
Catalina y Martín se encontraban muchas veces y se hablaban; él la veía desde lo alto de
la muralla, en el mirador de la casa, sentadita y muy formal, jugando o aprendiendo a
hacer media. Ella siempre estaba oyendo hablar de las calaveradas de Martín.
--Ya está ese diablo ahí en la muralla--decía doña Águeda--. Se va a matar el mejor día.
¡Qué demonio de chico! ¡Qué malo es!
Catalina ya sabía que diciendo ese demonio, o ese diablo, se referían a Martín.
Carlos alguna vez le había dicho a su hermana:
--No hables con ese ladrón.
Pero a Catalina no le parecía ningún crimen que Martín cogiera frutas de los árboles y se
las comiese, ni que corriese por la muralla. A ella se le antojaban extravagancias, porque
desde niña tenía un instinto de orden y tranquilidad y le parecía mal que Martín fuese tan
loco.
Los Ohandos eran dueños de un jardín próximo al río, con grandes magnolias y tilos y
cercado por un seto de zarzas.
Cuando Catalina solía ir allí con la criada a coger flores, Martín las seguía muchas veces
y se quedaba a la entrada del seto.
--Entra si quieres--le decía Catalina.
--Bueno--y Martín entraba y hablaba de sus correrías, de las barbaridadas que iba a hacer
y exponía las opiniones de Tellagorri, que le parecían artículos de fe.
--¡Más te valía ir a la escuela!--le decía Catalina.
--¡Yo! ¡A la escuela!--exclamaba Martín--. Yo me iré a América o me iré a la guerra.
Catalina y la criada entraban por un sendero del jardín lleno de rosales y hacían ramos de
flores. Martín las veía y contemplaba la presa, cuyas aguas brillaban al sol como perlas y
se deshacían en espumas blanquísimas.
--Ya andaría por ahí, si tuviera una lancha--decía Martín.
Catalina protestaba.
--¿No se te van a ocurrir más que tonterías siempre? ¿Por qué no eres como los demás
chicos?
--Yo les pego a todos--contestaba Martín, como si esto fuera una razón.
...En la primavera, el camino próximo al río era una delicia. Las hojas nuevas de las
hayas comenzaban a verdear, el helecho lanzaba al aire sus enroscados tallos, los
manzanos y los perales de las huertas ostentaban sus copas nevadas por la flor y se oían
los cantos de las malvices y de los ruiseñores en las enramadas. El cielo se mostraba azul,
de un azul suave, un poco pálido y sólo alguna nube blanca, de contornos duros, como si
fuera de mármol, aparecía en el cielo.
Los sábados por la tarde, durante la primavera y el verano, Catalina y otras chicas del
pueblo, en compañía de alguna buena mujer, iban al campo santo. Llevaba cada una un
cestito de flores, hacían una escobilla con los hierbajos secos, limpiaban el suelo de las
lápidas en donde estaban enterrados los muertos de su familia y adornaban las cruces con
rosas y con azucenas. Al volver hacia casa todas juntas, veían cómo en el cielo
comenzaban a brillar las estrellas y escuchaban a los sapos, que lanzaban su misteriosa
nota de flauta en el silencio del crepúsculo...
Muchas veces, en el mes de Mayo, cuando pasaban Tellagorri y Martín por la orilla del
río, al cruzar por detrás de la iglesia, llegaba hasta ellos las voces de las niñas, que
cantaban en el coro las flores de María.
Emenche gauzcatzu
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