río,
sacudían las ropas y cantaban.
Tellagorri conocía de lejos a los pescadores.--Allí están Tal y Tal, decía--. Seguramente
no han pescado nada. No se reunía con ellos; él sabía un rincón perfumado por las flores
de las acacias y de los espinos que caía sobre un sitio en donde el río estaba en sombra y
a donde afluían los peces.
Tellagorri le curtía a Martín, le hacía andar, correr, subirse a los árboles, meterse en los
agujeros como un hurón, le educaba a su manera, por el sistema pedagógico de los
Tellagorris que se parecía bastante al salvajismo.
Mientras los demás chicos estudiaban la doctrina y el catón, él contemplaba los
espectáculos de la Naturaleza, entraba en la cueva de Erroitza en donde hay salones
inmensos llenos de grandes murciélagos que se cuelgan de las paredes por las uñas de sus
alas membranosas, se bañaba en Ocin beltz, a pesar de que todo el pueblo consideraba
este remanso peligrosísimo, cazaba y daba grandes viajatas.
Tellagorri hacía que su nieto entrara en el río cuando llevaban a bañar los caballos de la
diligencia, montado en uno de ellos.
--¡Más adentro! ¡Más cerca de la presa, Martín!--le decía.
Y Martín, riendo, llevaba los caballos hasta la misma presa.
Algunas noches, Tellagorri, le llevó a Zalacaín al cementerio.
--Espérame aquí un momento--le dijo.
--Bueno.
Al cabo de media hora, al volver por allí le preguntó:
--¿Has tenido miedo, Martín?
--¿Miedo de qué?
--_¡Arrayua!_ Así hay que ser--decía Tellagorri--. Hay que estar firmes, siempre firmes.
CAPÍTULO III
LA REUNIÓN DE LA POSADA DE ARCALE
La posada de Arcale estaba en la calle del castillo y hacía esquina al callejón Oquerra.
Del callejón se salía al portal de la Antigua; hendidura estrecha y lóbrega de la muralla
que bajaba por una rampa en zig-zag al camino real. La casa de Arcale era un caserón de
piedra hasta el primer piso, y lo demás de ladrillo, que dejaba ver sus vigas cruzadas y
ennegrecidas por la humedad. Era, al mismo tiempo, posada y taberna con honores de
club, pues allí por la noche se reunían varios vecinos de la calle y algunos campesinos a
hablar y a discutir y los domingos a emborracharse. El zaguán negro tenía un mostrador y
un armario repleto de vinos y licores; a un lado estaba la taberna, con mesas de pino
largas que podían levantarse y sujetarse a la pared, y en el fondo la cocina. Arcale era un
hombre grueso y activo, excosechero, extratante de caballos y contrabandista. Tenía
cuentas complicadas con todo el mundo, administraba las diligencias, chalaneaba,
gitaneaba, y los días de fiesta añadía a sus oficios el de cocinero. Siempre estaba yendo y
viniendo, hablando, gritando, riñendo a su mujer y a su hermano, a los criados y a los
pobres; no paraba nunca de hacer algo.
La tertulia de la noche en la taberna de Arcale la sostenían Tellagorri y Pichía. Pichía,
digno compinche de Tellagorri, le servía de contraste. Tellagorri era flaco, Pichía gordo;
Tellagorri vestía de obscuro, Pichía, quizá para poner más en evidencia su volumen, de
claro; Tellagorri pasaba por pobre, Pichía era rico; Tellagorri era liberal, Pichía carlista;
Tellagorri no pisaba la iglesia, Pichía estaba siempre en ella, pero a pesar de tantas
divergencias Tellagorri y Pichía se sentían almas gemelas que fraternizaban ante un vaso
de buen vino.
Tenían estos dos oradores de la taberna de Arcale hablando en castellano un carácter
común y era que invariablemente trabucaban las efes y las pes. No había medio de que
las pronunciasen a derechas.
--¿Qué te farece a tí el médico nuevo?--le preguntaba Pichía a Tellagorri.
--!Psé!--contestaba el otro--. La _frática_ es lo que le palta.
--Pues es hombre listo, hombre de alguna _portuna,_ tiene su fiano en casa.
No había manera de que uno u otro pronunciaran estas letras bien.
Tellagorri se sentía poco aficionado a las cosas de iglesia, tenía poca _apición_, como
hubiera dicho él, y cuando bebía dos copas de más la primera gente de quien empezaba a
hablar mal era de los curas. Pichía parecía natural que se indignara y no sólo no se
indignaba como cerero y religioso, sino que azuzaba a su amigo para que dijera cosas
más fuertes contra el vicario, los coadjutores, el sacristán o la cerora.
Sin embargo, Tellagorri respetaba al vicario de Arbea, a quien los clericales acusaban de
liberal y de loco. El tal vicario tenía la costumbre de coger su sueldo, cambiarlo en plata
y dejarlo encima de la mesa formando un montón, no muy grande, porque el sueldo no
era mucho, de duros y de pesetas. Luego, a todo el que iba a pedirle algo, después de
reñirle rudamente y de reprocharle sus vicios y de insultarle a veces, le daba lo que le
parecía, hasta que a
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