los pájaros y el rezongar de los moscones.
El foso era lugar también interesante para Martín; las paredes estaban cubiertas de
musgos rojos, amarillos y verdes; entre las piedras nacían la lechetrezna, el beleño y el
yezgo, y los grandes lagartos tornasolados se tostaban al sol. En los huecos de la muralla
tenían sus nidos las lechuzas y los mochuelos.
Tellagorri explicaba todo detenidamente a Martín.
Tellagorri era un sabio, nadie conocía la comarca como él, nadie dominaba la geografía
del río Ibaya, la fauna y la flora de sus orillas y de sus aguas como este viejo cínico.
Guardaba, en los agujeros del puente romano, su aparejo y su red para cuando la veda;
sabía pescar al martillo, procedimiento que se reduce a golpear algunas losas del fondo
del río y luego a levantarlas, con lo que quedan las truchas que han estado debajo
inmóviles y aletargadas.
Sabía cazar los peces a tiros; ponía lazos a las nutrias en la cueva de Amaviturrieta, que
se hunde en el suelo y está a medias llena de agua; echaba las redes en Ocin beltz, el
agujero negro en donde el río se embalsa; pero no empleaba nunca la dinamita porque,
aunque vagamente, Tellagorri amaba la Naturaleza y no quería empobrecerla.
Le gustaba también a este viejo embromar a la gente: decía que nada gustaba tanto a las
nutrias como un periódico con buenas noticias, y aseguraba que si se dejaba un papel a la
orilla del río, estos animales salen a leerlo; contaba historias extraordinarias de la
inteligencia de los salmones y de otros peces. Para Tellagorri, los perros si no hablaban
era porque no querían, pero él los consideraba con tanta inteligencia como una persona.
Este entusiasmo por los canes le había impulsado a pronunciar esta frase irrespetuosa:
--«Yo le saludo con más respeto a un perro de aguas, que al señor párroco.»
La tal frase escandalizó el pueblo.
Había gente que comenzaba a creer que Tellagorri y Voltaire eran los causantes de la
impiedad moderna.
Cuando no tenían, el viejo y el chico, nada que hacer, iban de caza con Marquesch al
monte. Arcale le prestaba a Tellagorri su escopeta. Tellagorri, sin motivo conocido,
comenzaba a insultar a su perro. Para esto siempre tenía que emplear el castellano:
--¡Canalla! ¡Granuja!--le decía--. ¡Viejo cochino! ¡Cobarde!
_Marqués_ contestaba a los insultos con un ladrido suave, que parecía una quejumbrosa
protesta, movía la cola como un péndulo y se ponía a andar en zig-zag, olfateando por
todas partes. De pronto veía que algunas hierbas se movían y se lanzaba a ellas como una
flecha.
Martín se divertía muchísimo con estos espectáculos. Tellagorri lo tenía como
acompañante para todo, menos para ir a la taberna; allí no le quería a Martín. Al
anochecer, solía decirle, cuando él iba a perorar al parlamento de casa de Arcale:
--Anda, vete a mi huerta y coge unas peras de allí, del rincón, y llévatelas a casa. Mañana
me darás la llave.
Y le entregaba un pedazo de hierro que pesaba media tonelada por lo menos.
Martín recorría el balcón de la muralla. Así sabía que en casa de Tal habían plantado
alcachofas y en la de Cual judías. El ver las huertas y las casas ajenas desde lo alto de la
muralla, y el contemplar los trabajos de los demás, iba dando a Martín cierta inclinación a
la filosofía y al robo.
Como en el fondo el joven Zalacaín era agradecido y de buena pasta, sentía por su viejo
Mentor un gran entusiasmo y un gran respeto. Tellagorri lo sabía, aunque daba a entender
que lo ignoraba; pero en buena reciprocidad, todo lo que comprendía que le gustaba al
muchacho o servía para su educación, lo hacía si estaba en su mano.
¡Y qué rincones conocía Tellagorri! Como buen vagabundo era aficionado a la
contemplación de la Naturaleza. El viejo y el muchacho subían a las alturas de la
Ciudadela, y allá, tendidos sobre la hierba y las aliagas, contemplaban el extenso paisaje.
Sobre todo, las tardes de primavera era una maravilla. El río Ibaya, limpio, claro, cruzaba
el valle por entre heredades verdes, por entre filas de álamos altísimos, ensanchándose y
saltando sobre las piedras, estrechándose después, convirtiéndose en cascada de perlas al
caer por la presa del molino. Cerraban el horizonte montes ceñudos y en los huertos se
veían arboledas y bosquecillos de frutales.
El sol daba en los grandes olmos de follaje espeso de la Ciudadela y los enrojecía y los
coloreaba con un tono de cobre.
Bajando desde lo alto, por senderos de cabras, se llegaba a un camino que corría junto a
las aguas claras del Ibaya. Cerca del pueblo, algunos pescadores de caña, se pasaban la
tarde sentados en la orilla y las lavanderas, con las piernas desnudas metidas en el
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