Zalacaín El Aventurero | Page 4

Pío Baroja
Arcale, tenía allí su centro de operaciones, allí peroraba,
discutía y mantenía vivo el odio latente que hay entre los campesinos por el propietario.
Vivía el viejo Tellagorri de una porción de pequeños recursos que él se agenciaba, y tenía
mala fama entre las personas pudientes del pueblo. Era, en el fondo, un hombre de rapiña,
alegre y jovial, buen bebedor, buen amigo y en el interior de su alma bastante violento
para pegarle un tiro a uno o para incendiar el pueblo entero.
La madre de Martín presintió que, dado el carácter de su hijo, terminaría haciéndose
amigo de Tellagorri, a quien ella consideraba como un hombre siniestro. Efectivamente,
así fué; el mismo día en que el viejo supo la paliza que su sobrino había adjudicado al
joven Ohando, le tomó bajo su protección y comenzó a iniciarle en su vida.
El mismo señalado día en que Martín disfrutó de la amistad de Tellagorri, obtuvo
también la benevolencia de _Marqués. Marqués_ era el perro de Tellagorri, un perro
chiquito, feo, contagiado hasta tal punto con las ideas, preocupaciones y mañas de su amo,
que era como él; ladrón, astuto, vagabundo, viejo, cínico, insociable é independiente.
Además, participaba del odio de Tellagorri por los ricos, cosa rara en un perro. Si
_Marqués_ entraba alguna vez en la iglesia, era para ver si los chicos habían dejado en el
suelo de los bancos donde se sentaban algún mendrugo de pan, no por otra cosa. No tenía
veleidades místicas. A pesar de su título aristocrático, _Marqués_, no simpatizaba ni con
el clero ni con la nobleza. Tellagorri le llamaba siempre Marquesch, alteración que en
vasco parece más cariñosa.
Tellagorri poseía un huertecillo que no valía nada, según los inteligentes, en el extremo
opuesto de su casa, y para ir a él le era indispensable recorrer todo el balcón de la muralla.
Muchas veces le propusieron comprarle el huerto, pero él decía que le venía de familia y
que los higos de sus higueras eran tan excelentes, que por nada del mundo vendería aquel
pedazo de tierra.
Todo el mundo creía que conservaba el huertecillo para tener derecho de pasar por la
muralla y robar, y esta opinión no se hallaba, ni mucho menos, alejada de la realidad.
Tellagorri era de la familia de los Galchagorris, la familia de los pantalones colorados, y
este consonante, entre el mote de su familia y su nombre había servido al padre de la
sacristana, viejo chusco que odiaba a Tellagorri, de motivo a una canción que hasta los
chicos la sabían y que mortificaba profundamente a Tellagorri.
La canción decía así:
Tellagorri Galchagorri Ongui etorri Onera. Ostutzale Erantzale Nescatzale Zu cerá.
(Tellagorri, Galchagorri, bien venido seas aquí. Aficionado a robar, aficionado a beber
aficionado a las muchachas, eres tú.)
Tellagorri, al oir la canción, fruncía el entrecejo y se ponía serio.
Tellagorri era un individualista convencido, tenía el individualismo del vasco reforzado y
calafateado por el individualismo de los Tellagorris.
--Cada cual que conserve lo que tenga y que robe lo que pueda--decía.
Ésta era la más social de sus teorías, las más insociables se las callaba.
Tellagorri no necesitaba de nadie para vivir. Él se hacía la ropa, él se afeitaba y se cortaba
el pelo, se fabrica las abarcas, y no necesitaba de nadie, ni de mujer ni de hombre. Así al
menos lo aseguraba él.
Tellagorri, cuando le tomó por su cuenta a Martín, le enseñó toda su ciencia. Le explicó
la manera de acogotar una gallina sin que alborotase, le mostró la manera de coger los

higos y las ciruelas de las huertas sin peligro de ser visto, y le enseñó a conocer las setas
buenas de las venenosas por el color de la hierba en donde se crían.
Esta cosecha de setas y la caza de caracoles constituía un ingreso para Tellagorri, pero el
mayor era otro.
Había en la Ciudadela, en uno de los lienzos de la muralla, un rellano formado por tierra,
al cual parecía tan imposible llegar subiendo como bajando. Sin embargo, Tellagorri dió
con la vereda para escalar aquel rincón y, en este sitio recóndito y soleado, puso una
verdadera plantación de tabaco, cuyas hojas secas vendía al tabernero Arcale.
El camino que llevaba a la plantación de tabaco del viejo, partía de una heredad de los
Ohandos y pasaba por un foso de la Ciudadela. Abriendo una puerta vieja y carcomida
que había en este foso, por unos escalones cubiertos de musgo, se llegaba al rincón de
Tellagorri.
Este camino subía apoyándose en las gruesas raíces de los árboles, constituyendo una
escalera de desiguales tramos, metida en un túnel de ramaje.
En verano, las hojas lo cubrían por completo. En los días calurosos de Agosto se podía
dormir allí a la sombra, arrullado por el piar de
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