los primeros pantalones.
Los Zalacaín vivían a pocos pasos de Urbia, pero ni Martín ni su familia eran ciudadanos;
faltaban a su casa unos metros para formar parte de la villa.
El padre de Martín fué labrador, un hombre obscuro y poco comunicativo, muerto en una
epidemia de viruelas; la madre de Martín tampoco era mujer de carácter; vivió en esa
obscuridad psicológica normal entre la gente del campo, y pasó de soltera a casada y de
casada a viuda con absoluta inconsciencia. Al morir su marido, quedó con dos hijos
Martín y una niña menor, llamada Ignacia.
El caserío donde habitaban los Zalacaín pertenecía a la familia de Ohando, familia la más
antigua aristocrática y rica de Urbia.
Vivía la madre de Martín casi de la misericordia de los Ohandos.
En tales condiciones de pobreza y de miseria, parecía lógico que, por herencia y por la
acción del ambiente, Martín fuese como su padre y su madre, obscuro, tímido y apocado;
pero el muchacho resultó decidido, temerario y audaz.
En esta época, los chicos no iban tanto a la escuela como ahora, y Martín pasó mucho
tiempo sin sentarse en sus bancos. No sabía de ella más si no que era un sitio obscuro,
con unos cartelones blancos en las paredes, lo cual no le animaba a entrar. Le alejaba
también de aquel modesto centro de enseñanza el ver que los chicos de la calle no le
consideraban como uno de los suyos, a causa de vivir fuera del pueblo y de andar siempre
hecho un andrajoso.
Por este motivo les tenía algún odio; así que cuando algunos chiquillos de los caseríos de
extramuros entraban en la calle y comenzaban a pedradas con los ciudadanos, Martín era
de los más encarnizados en el combate; capitaneaba las hordas bárbaras, las dirigía y
hasta las dominaba.
Tenía entre los demás chicos el ascendiente de su audacia y de su temeridad. No había
rincón del pueblo que Martín no conociera. Para él, Urbia era la reunión de todas las
bellezas, el compendio de todos los intereses y magnificencias.
Nadie se ocupaba de él, no compartía con los demás chicos la escuela y huroneaba por
todas partes. Su abandono le obligaba a formarse sus ideas espontáneamente y a templar
la osadía con la prudencia.
Mientras los niños de su edad aprendían a leer, él daba la vuelta a la muralla, sin que le
asustasen las piedras derrumbadas, ni las zarzas que cerraban el paso.
Sabía dónde había palomas torcaces é intentaba coger sus nidos, robaba fruta y cogía
moras y fresas silvestres.
A los ocho años, Martín gozaba de una mala fama digna ya de un hombre. Un día, al salir
de la escuela, Carlos Ohando, el hijo de la familia rica que dejaba por limosna el caserío a
la madre de Martín, señalándole con el dedo, gritó:
--¡Ese! Ese es un ladrón.
--¡Yo!--exclamó Martín.
--Tú, sí. El otro día te vi que estabas robando peras en mi casa. Toda tu familia es de
ladrones.
Martín, aunque respecto a él no podía negar la exactitud del cargo, creyó no debía
permitir este ultraje dirigido a los Zalacaín y, abalanzándose sobre el joven Ohando, le
dió una bofetada morrocotuda. Ohando contestó con un puñetazo, se agarraron los dos y
cayeron al suelo, se dieron de trompicones, pero Martín, más fuerte, tumbaba siempre al
contrario. Un alpargatero tuvo que intervenir en la contienda y, a puntapiés y a
empujones, separó a los dos adversarios. Martín se separó triunfante y el joven Ohando,
magullado y maltrecho, se fué a su casa.
La madre de Martín, al saber el suceso, quiso obligar a su hijo a presentarse en casa de
Ohando y a pedir perdón a Carlos, pero Martín afirmó que antes lo matarían. Ella tuvo
que encargarse de dar toda clase de excusas y explicaciones a la poderosa familia.
Desde entonces, la madre miraba a su hijo como a un réprobo.
--¡De dónde ha salido este chico así!--decía, y experimentaba al pensar en él un
sentimiento confuso de amor y de pena, solo comparable con el asombro y la
desesperación de la gallina, cuando empolla huevos de pato y ve que sus hijos se
zambullen en el agua sin miedo y van nadando valientemente.
CAPÍTULO II
DONDE SE HABLA DEL VIEJO CÍNICO MIGUEL DE TELLAGORRI
Algunas veces, cuando su madre enviaba por vino o por sidra a la taberna de Arcale a su
hijo Martín, le solía decir:
--Y si le encuentras, al viejo Tellagorri, no le hables, y si te dice algo, respóndele a todo
que no.
Tellagorri, tío-abuelo de Martín, hermano de la madre de su padre, era un hombre flaco,
de nariz enorme y ganchuda, pelo gris, ojos grises, y la pipa de barro siempre en la boca.
Punto fuerte en la taberna de
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