el contrario, parece una diminuta Florencia, asentada en las orillas de un
riachuelo claro, pedregoso, murmurador y de rápida corriente.
Las dos filas de casas bañadas por el río son casas viejas con galerías y miradores
negruzcos, en los cuales cuelgan ropas puestas a secar, ristras de ajos y de pimientos.
Estas galerías tienen en un extremo una polea y un cubo para subir agua. Al finalizar las
casas, siguiendo las orillas del río, hay algunos huertos, por cuyas tapias verdosas surgen
cipreses altos, delgados y espirituales, lo que da a este rincón un mayor aspecto
florentino.
Urbia intra-muros se acaba pronto; fuera de las dos calles largas, solo tiene callejones
húmedos y estrechos y la plaza. Esta es una encrucijada lóbrega, constituida por una
pared de la iglesia con varias rejas tapiadas, por la Casa del Ayuntamiento con sus
balcones volados y su gran portón coronado por el escudo de la villa, y por un caserón
enorme en cuyo bajo se halla instalado el almacén de Azpillaga.
El almacén de Azpillaga, donde se encuentra de todo, debe dar a los aldeanos la
impresión de una caja de Pandora, de un mundo inexplorado y lleno de maravillas. A la
puerta de casa de Azpillaga, colgando de las negras paredes, suelen verse chisteras para
jugar a la pelota, albardas, jáquimas, monturas de estilo andaluz; y en las ventanas, que
hacen de escaparate frascos con caramelos de color, aparejos complicados de pesca, con
su corcho rojo y sus cañas, redes sujetas a un mango, marcos de hojadelata, santos de
yeso y de latón y estampas viejas, sucias por las moscas.
En el interior hay ropas, mantas, lanas, jamón, botellas de Chartreuse falsificado, loza
fina... El Museo Británico no es nada, en variedad, al lado de este almacén.
A la puerta suele pasearse Azpillaga, grueso, majestuoso, con su aire clerical, unas
mangas azules y su boina. Las dos calles principales de Urbia son estrechas, tortuosas y
en cuesta. La mayoría de los vecinos de esas dos calles son labradores, alpargateros y
carpinteros de carros. Los labradores, por la mañana, salen al campo con sus yuntas. Al
despertar el pueblo, al amanecer, se oyen los mugidos de los bueyes; luego, los
alpargateros sacan su banco a la acera, y los carpinteros trabajan en medio de la calle en
compañía de los chiquillos, de las gallinas y de los perros.
Algunas de las casas de las dos calles principales muestran su escudo, otras, sentencias
escritas en latín, y la generalidad, un número, la fecha en que se hicieron y el nombre del
matrimonio que las mandó construir...
Hoy, el pueblo lo forma casi exclusivamente la parte nueva, limpia, coquetona, un poco
presuntuosa. El verano cruzan la carretera un sin fin de automóviles y casi todos se paran
un momento en la casa de Ohando, convertido en Gran Hotel de Urbia. Algunas señoritas,
apasionadas por lo pintoresco, mientras el grueso papá escribe postales en el hotel, suben
las escaleras del portal de la Antigua, recorren las dos calles principales de la ciudad y
sacan fotografías de los rincones que les parecen románticos y de los grupos de
alpargateros que se dejan retratar sonriendo burlonamente.
Hace cuarenta años la vida en Urbia era pacífica y sencilla; los domingos había el
acontecimiento de la misa mayor, y por la tarde el acontecimiento de las vísperas.
Después, en un prado anejo a la Ciudadela y del cual se había apoderado la villa, iba el
tamborilero y la gente bailaba alegremente, al son del pito y del tamboril, hasta que el
toque del Ángelus terminaba con la zambra y los campesinos volvían a sus casas después
de hacer una estación en la taberna.
LIBRO PRIMERO
La infancia de Zalacaín
CAPÍTULO PRIMERO
CÓMO VIVIÓ Y SE EDUCÓ MARTÍN ZALACAÍN
Un camino en cuesta baja de la Ciudadela pasa por encima del cementerio y atraviesa el
portal de Francia. Este camino, en la parte alta, tiene a los lados varias cruces de piedra,
que terminan en una ermita y por la parte baja, después de entrar en la ciudad, se
convierte en calle. A la izquierda del camino, antes de la muralla, había hace años un
caserío viejo, medio derruído, con el tejado terrero lleno de pedruscos y la piedra arenisca
de sus paredes desgastada por la acción de la humedad y del aire. En el frente de la
decrépita y pobre casa, un agujero indicaba dónde estuvo en otro tiempo el escudo, y
debajo de él se adivinaban, más bien que se leían, varias letras que componían una frase
latina: Post funera virtus vivit.
En este caserío nació y pasó los primeros años de su infancia Martín Zalacaín de Urbia, el
que, más tarde, había de ser llamado Zalacaín el Aventurero; en este caserío soñó sus
primeras aventuras y rompió
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