no V. bicol. Esta razón le debió parecer tan fuerte que
se sonrió, sacó de la manga otro tabaco, y ... en efecto, pidió en bicol á
su criado el primer fósforo, inaugurándose la segunda parte de fuegos
artificiales.
Veinticinco Säkerhets-Tandstikor, que es como si dijéramos veinticinco
émulos de Cascante habían rozado el amorfo betún de la caja cuando
sonaron las diez en el reloj de la cámara. Políticamente dimos las
buenas noches, y en efecto, buena la fué para mí, pues no tardé en
quedarme dormido el tiempo que invertí en contar unos cien golpes de
la hélice, golpes que entre sueños los asemejaba yo á otras tantas
pulsaciones de aquel monstruo de hierro, en cuyas entrañas dormía con
la tranquilidad del que jamás había roto un plato.
Aquí vendrían bien dos líneas de puntos suspensivos, ó el obligado
cuentecito de duendes y aparecidos; pero como no se me apareció
nadie, ni soñé que me cogía un toro, ó cosa que lo valga, renuncio á los
puntitos y á soporíferas relaciones, limitándome á decir que con la luz
del alba de un nuevo día volví á la vida real, entrando en el concurso
social, como diría un aprendiz á objetivo subjetivo, habiendo
previamente cubierto mis calzoncillos con telas menos ligeras.
Salí de la cámara. La mar estaba tan perfectamente dormida, cual yo lo
había estado dos horas antes. Una brisita impregnada de puras
emanaciones azoadas daban elasticidad y bienestar á todo el cuerpo.
Bienestar que en mí se aumentó al ver el inverosímil pié, por lo
pequeño, de Enriqueta, la que subía por la escalera de la cubierta
recogiendo ligeramente su saya de fuertes colores.
Con la confianza que da el vivir bajo un mismo techo, y la que presta
todo viajero, me acerqué á la mestiza, sirviéndome de introductor su
pasado mareo. Hablamos de varias cosas, indiferentes al principio,
acentuadas después, é intencionadas más tarde. Enriqueta tenía suelto
su rizado y hermoso pelo, este arrancó de mis labios la primera palabra
del arriesgado lenguaje de las personalidades. La mestiza por lo general
es muy susceptible, así que es difícil abordar esos sabrosos discreteos
en que entran en juego la galante frase, la emboscada promesa y las
incipientes sensaciones.
--Con tanto pelo como V. tiene no me extraña le duela la cabeza.
--Gracias por la lisonja,--contestó Enriqueta sonriendo, al par que
instintivamente jugaba con las espirales de uno de sus hermosos rizos.
--No hay lisonja alguna, pues presumo no aceptará como tal el que la
duela la cabeza.
--Antes de los dolores que solo son presuntivos se ha ocupado de una
abundancia que por mucha que sea, jamás creemos excesiva las
mujeres.--Esta contestación me hizo comprender que no solo tenía á mi
lado una mujer hermosa sino también una mujer discreta.
A las dos horas de conversación estoy completamente seguro que
Enriqueta lo estaba también de no haberse equivocado al conceptuarse
bonita, circunstancia que la sabe toda la que lo es, antes de que la
pongan el primer vestido largo, pero que las gusta comprobar siempre
que se presenta ocasión, no en la luna del espejo sino en la frase y en
los ojos del hombre con quien hablan. La mujer hasta los treinta años,
constantemente está alerta, á la primera palabra que se cruza con un
individuo del sexo opuesto, se pone en guardia; si no le agrada contrae
las cejas y su contestación fría y displicente le dice atrás paisano,
siguiendo imperturbable su camino; si por el contrario le agrada,
entonces el disimulo es imposible, en este caso procede una proclama
incendiaria y el motín es casi seguro.
La impertinente voz de Matilde llamando á su hermana cortó nuestra
conversación.
Hasta el almuerzo no volvió á salir Enriqueta de su camarote. Mientras
duró aquel se habló de distintas cosas, sin que pudiese reanudar la
conversación pendiente, pues no bien se sirvió el café se volvieron á la
cámara las dos mestizas.
Por la tarde tuve ocasión de acercarme á Enriqueta de quien supe varios
detalles de su vida. Aquella era mestiza inglesa, su padre respetable
comerciante escocés había heredado de sus mayores toda la rigidez de
los principios puritanos, en cuya doctrina hacia dos años había bajado á
la tumba, dejando á Enriqueta bajo la guarda de Matilde, casada hacia
algún tiempo con un comerciante español quien á la sazón se
encontraba en la provincia de Albay dedicado á su profesión.
Enriqueta varias veces había significado sentimiento por ausentarse de
Manila; traté de indagar la causa y á vuelta de algunos rodeos supe que
aquella iba todos los sábados al cementerio protestante, en cuyo
solitario recinto descansaban los restos de su padre, cuya tumba tenía
limpia de ramas y malezas el filial cuidado de Enriqueta, quien me dijo
que el pequeño enverjado que cierra el mausoleo estaba recubierto de

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