Viajes por Filipinas: De Manila á Albay | Page 5

Juan Álvarez Guerra
también se
distingue y se define perfectamente, no dando lugar á que se confunda
con la mestiza pura de india y europeo. Esta última es morena, sus ojos
por lo regular son negros, su nariz algo deprimida, su pelo largo y de
gruesa hebra y sus labios ligeramente abultados. El rasgo característico
que define á la cuarterona de la mestiza, es que esta última conserva en
toda su pureza las tradiciones de su airoso y pintoresco traje. La saya
suelta, la diminuta chinela, la bordada piña, el alto pusod, la aplastada
peineta y los pequeños aretes, constituyen su atavió, que jamás deja, á
no ser que la Epístola de San Pablo se encargue de modificar trajes y
costumbres, cosa que suele acontecer, casándose con europeo. En este
caso, una de dos: ó el europeo se hace indio ó la india se hace europea;
y digo india, pues que las costumbres de la mestiza por regla general,
son las mismas de su madre. Las impresiones, hábitos y costumbres de
la infancia no se borran con facilidad; así que la morisqueta, el lechón,
el pequeño buyito, el lancape, el petate en el suelo, el cigarrillo á
hurtadillas, el pelo suelto y la decidida afición al poto, á la bibinca, al

sotanjú, á la manga verde y al gulamán es muy difícil hacerlas olvidar:
en cuanto á que dejen de coser sentadas sobre el petate y á que hablen
castellano con sus criadas, eso es imposible. En cambio en la
cuarterona es muy común encontrar tipos que no solamente no usan
chinelas, sino que aun dentro de casa están oprimidas con el corsé y las
botitas; cuarteronas que dicen no hablan tagalo, ni comen lechón ni
morisqueta y que tienen cama en alto, suscripción á La Moda Elegante,
batas encañonadas, pendientes largos y escote cuadrado. En reserva les
diré á ustedes que con mucho sigilo me dijo en una ocasión una india
que servía á una mestiza cuarterona, que ó pesar de todo cuando decía
su ama, de cuando en cuando mascaba un chiquirritín buyito y
saboreaba un cigarrillo; pero que siempre lo hacía teniendo cerca el
cepillo de los dientes y el agua perfumada. En cuanto al lechón--me
dijo la doméstica--que solía comerlo, pero pura y exclusivamente por
no desairar á alguna amiga.
Con arreglo á los anteriores apuntes, no nos cabe duda que nuestras dos
desconocidas son mestizas de pura raza: el traje de la mayor hace
suponer que es casada, y casada con europeo.
Durante los primeros platos que se sirvieron no tomaron parte en la
conversación.
Miraban y comían con el embarazo propio de quien sabe es observado.
Varias veces que la hermana menor alzó los ojos, encontró frente á
frente los míos, que procuraban investigar lo que se albergaba tras
aquellas negrísimas pupilas. El fondo de todo abismo es negro. Los
ojos de la primera mujer que pecó no sé de qué color serían, pero los de
la primera que obligó á pecar, de seguro eran negros.
Habiendo notado que por momentos se cubría de palidez el rostro de la
más joven, no pude menos de interrogarla; su hermana se fijó un ella y
repitió mi pregunta, con las circunstancias de hacerla más familiar y
concluirla con un nombre.--¿Qué tienes, Enriqueta?--Nada,--replicó la
interrogada,--sin duda un poco de mareo.--Vamos,--continuó
aquella,--está visto que no puedes embarcarte ni en un bote; y es
extraño; pues figúrense ustedes,--añadió dirigiéndose á nosotros,--que
está bien acostumbrada á la mar, pues ella es del Puerto y yo de la Isla.

--¡Caramelo!--dije en mi interior,--pues menudo chasco me he llevado,
yo que creía habérmelas con dos hijas de este extremo Oriente y me
encuentro de manos á boca con Cádiz y San Fernando disfrazados de
saya y candonga.
--Bien, pero esta señorita se embarcaría en ferrocarril.
--¡Cá! No señor--replicó aquella con la mayor naturalidad,--siempre
nos hemos embarcado en baroto ó en parao.
--Pero, señora, ni en Cádiz ni en San Fernando hay barotos, ni menos
paraos.
--Pero sí en Cavite y en San Roque.
--¡Ah! vamos, con que esta señorita es de San Roque y V. de Cavite.
--Cabal, ella del Puerto y yo de la Isla.
Entonces recordé que las caviteñas se llaman andaluzas, conociendo á
Cavite por el nombre de la Isla y á San Roque por el del Puerto, siendo
tan marineras y tan resaladísimas las dichosas niñas, que en una
ocasión una de aquellas, que veía que á un chiquillo lo iba á tirar el
caballo que montaba, le gritó:--¡Fondea, muchacho, fondea!
El mareo de Enriqueta debió ir en aumento, pues antes de concluir la
comida se levantó, diciéndole á su hermana:--Acompáñame, Matilde.
Enriqueta y Matilde, pues ya sabemos sus nombres, abandonaron la
mesa, quedando solamente el sexo fuerte.
El almuerzo terminó, y siguiendo la añeja costumbre, el fraile se
despidió de nosotros para
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