hijos, y feliz, y sin suegra, no hay temor; yo no tengo nada de eso,
su vida responde de la mía, de modo que él cuidado; por otra parte, me
seduce este viaje, pues estoy aburrido de Manila y deseo conocer los
pueblos bicoles. Toca esos cinco, y hasta el sábado á bordo del
Sorsogon.
Mi amigo se marchó, yo me vestí y....
* * * * *
Han pasado dos días. Son las siete de la mañana y nos encontramos
sobre la cubierta del Sorsogon. Un prolongado silbido pone en
movimiento cadenas, cuerdas y motones.
El complemento de la humana actividad, lo representa el acto de levar
un barco. Todo se mueve, todo cruge, todo rechina. El ancla desgarra
con sus dientes el lecho de algas en que ha dormido, el carbón
chisporrotea en las parrillas dando aliento á los pulmones de acero de la
caldera, los engranajes se ajustan, las dobles poleas hacen alarde de su
potencia, las burdas, cabos y calabrotes, prueban su elasticidad, las
cadenas hieren la cubierta, y en medio de toda aquella vida y de aquel
movimiento en que nada está quieto, el barco se columpia libre de toda
traba, combinando las palas de la hélice en el fondo de las aguas
espirales remolinos que llevan á la superficie entrelazadas ondulaciones
en las que se tejen las filigranas de espuma que deja en pos de sí la
bullente estela.
El Sorsogon, que obedece las riendas de su timón con una precisión
matemática, dobla el malecón del Sur plegando su bandera de saludos,
con la que ha dado un cariñoso adiós al Marqués del Duero, una de las
más hermosas naves de la Marina española.
De la bandera que saluda en lo alto de un trinquete á la que flamea en
lo elevado de un muro, encuentro la misma diferencia que en el pañuelo
que absorbe una lágrima al que reprime una sonrisa. El muro acusa
confianza, su enseña define una patria; la nave indica un peligro, su
bandera constantemente escribe en sus pliegues un desconsolador adiós
de despedida. El primero, es la quietud, la segunda, el errante viajero
que termina sus días ó en la inhospitalaria playa que sepulta sus
despojos, ó en las embravecidas ondas que en vertiginoso remolino lo
llevan á dormir el sueño eterno á sus misteriosos lechos de coral....
El Sorsogon navega á toda máquina por la extensa bahía.
Manila se achica, se contrae, se confunde, y por último, al aclararse las
costas de Cavite, solo una faja de bruma señala en el horizonte el lugar
de partida. Después, solo el anteojo percibe cual blanca gaviota posada
sobre un copo de espuma, el torreón del faro: más tarde, la espuma se
funde en el Océano, la gaviota desaparece en los mundos de la luz, la
bruma se disuelve en los cielos, y al borrarse en la retina la última línea
de la ciudad murada, se abre un nuevo registro en los misterios de los
recuerdos.
A la banda de babor tenemos las costas de Naig; á estribor las agrestes
sierras de Bataan, y á proa la isla del Corregidor.
Once campanadas resonaron en la cámara, y tres golpes fueron picados
en la campana del castillo de proa.
El almuerzo estaba servido.
La presentación oficial á bordo se hace siempre en la primera comida.
Al tomar posesión de un barco, cada cual se ocupa en arreglar su
camarote, y en los pequeños detalles que trae en pos de sí la instalación
en un nuevo domicilio, por más que esté reducido á un cajón de dos
metros en cuadro.
En la primera comida á bordo no se descuida ningún perfil por parte de
los viajeros. Luego más tarde entra la confianza y con ella el desaliño;
pero lo que es la entrada primera en el comedor de un barco es
irreprochable. Ellas se rodean de todos los pequeños detalles de la
coquetería, estrenando, por supuesto, el indispensable traje de viaje.
Antes de ponerse en marcha tienen que anunciarlo á las amigas, y al
anunciarlo es preciso enseñar unas cuantas varas de tela cortadas y
cosidas con arreglo al último figurín. El traje de viaje es tan
indispensable como el de boda. Decir á una joven ó vieja que encienda
la antorcha de himeneo sin recubrir previamente su cuerpo con trapos
nuevos y de seguro no da chispas: anunciarle un viajito, que tenga
siquiera un trayecto de una veintena de millas y no le presentéis antes
un muestrario, y no hay viaje posible. Para una mujer en viaje, su
verdadero pasaporte es una factura pagada ó no pagada de una tienda
de modas.
Parapetado tras una tripuda botella de lo tinto, y haciendo boca con
media libra de salchichón, esperaba pasar una escrupulosa revista á
cuanto se pusiese al alcance de mi vista.
Puesto que
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