el itinerario, para que
volvamos tan sanos y satisfechos.... Acuérdate de lo que te avisé,
chiquilla; ahora ya somos, como quien dice, una señora casada y de
respeto; y aunque nos parece que todo se va a volver florecicas y mieles
en el nuevo estado, y nos largamos por esos mundos a echar canas al
aire y divertirnos.... ¡cuidadito, cuidadito!, puede que donde menos se
piense salte la liebre, y tengamos rabietas, y pruebecitas y trabajos que
no tuvimos de niños.... No ser tonta entonces.... ¿eh? Ya sabemos que
Aquel que anda por allá arriba moviendo aquellas estrellas tan
preciosas, es el único que nos entiende y nos consuela cuando a Él le
parece... mira, en vez de tanto trapo como has metido en las maletas,
mete paciencia, ¡chiquilla! mete paciencia. Es mejor aún que el árnica y
los emplastos...; si a quien era tan grande le hizo falta para aguantar
aquella cruz, tú que eres chiquitita....
Durara aún la homilía, acompañada de blandos golpecitos en los
hombros, a no interrumpirla la trepidación del tren, brusca como la
realidad. Produjose confusión momentánea. Se apresuró el novio a
despedirse de todo el mundo con cierta llaneza cordial, donde ojos
expertos podían advertir matices de afectación y superioridad
protectora. Al suegro abrazó con un solo abrazo, y recostole en el
hombro la mano, pulcramente calzada con guante de castor, color
bronce.
--Escriba usted si se enferma la chica--suplicó con paternal angustia,
preñado de lágrimas los ojos, el viejo.
--Pierda usted cuidado, señor Joaquín..., ¡no hay que afectarse, vamos!,
cuenta con esa salud.... Adiós, Mendoya, adiós, Santián.... Gracias,
gracias. Señor gobernador de la provincia, a mi vuelta, reclamo esas
ofrecidas botellas de Pedro Jiménez.... ¡No se haga usted el olvidadizo!
Lucía, hay que subirse: el tren andará en seguida, y las señoras no
pueden....
Y con ademán cortés y discreto ayudó a subir a la novia, empujándola
levemente por el talle. Después saltó él, sin casi apoyarse en el estribo,
arrojando antes el puro a medio fumar.
Ya oscilaba la férrea culebra cuando él penetró en el departamento,
cerrando la portezuela tras de sí. El compasado balance fue
acelerándose, y el tren completo cruzó ante las gentes de la despedida,
dejándoles en los ojos confusos torbellino de líneas, de colores, de
números, la visión rápida de las cabezas asomadas a todas las
ventanillas. Algún tiempo se distinguió la cara de Lucía, sofocada y
bañada en llanto, y su pañuelo que se agitaba, y oyose su voz diciendo:
Adiós, papá..., padre Urtazu, adiós, adiós.... Rosario.... Carmen...,
abur.... Al fin se perdió todo en la distancia, la escamosa sierpe del tren
revelose a lo lejos por una mancha obscura, luego por desmadejado
penacho de turbio vapor, que presto se disipó también en el ambiente.
Más allá del andén, extrañamente silencioso ya, resplandecía el cielo
claro, de acerado azul; se extendían monótonas las interminables
campiñas; los rieles señalaban como arrugas en la árida faz de la tierra.
Un gran silencio pesaba sobre la estación. Quedáronse inmóviles los
acompañantes, como sobrecogidos por el aturdimiento de la ausencia.
Fueron los amigos del novio los primeros en moverse y hablar. Se
despidieron del padre con rápidos apretones de mano y frases triviales
de sociedad, un tanto descuidadas en la forma, como dirigidas de
superior a inferior; tras de lo cual, el pelotón entero tomó el camino de
la ciudad, reanudando la broma y algazara.
Por su parte, el séquito de la novia empezó a animarse también, y a
vueltas de algún suspiro y de limpiarse los ojos con los pañuelos y aun
con el dorso de la mano, fueron rebullendo los grupos de hormigas
negras, con ánimo de abandonar el andén. La incontrastable fuerza de
los hechos las empujaba a la vida real. Hasta el padre sacudió la cabeza,
alzó con elocuente resignación los hombros, y rompió el primero a
andar. A su lado iba el jesuita, que estiraba su corta estatura para
hablarle, sin conseguir, a pesar de sus laudables esfuerzos, que el
cerquillo de su corona pasase más allá de los atléticos hombros del
viejo afligido.
--¡Vaya, señor Joaquín--decía el padre Urtazu--, que ahora sienta bien
esa cara de Viernes santo! ¡No parece sino que a la chica se la llevan
robada y que usted no es gustoso en el enlace! ¡Pues estamos buenos,
hombre! ¿No ha sido usted mismo, desgraciado, quien resolvió este
casorio? ¿A qué vienen los gimoteos?
--¡Y si en todo lo que uno hace estuviese seguro del acierto!--pronunció
con ahogada voz el señor Joaquín, balanceando su cuello de toro.
--Eso se mira antes..., ¡pero teníamos tanta prisa..., tanta prisa, que no
sé para qué sirven esos pelos blancos y esos añitos que llevamos
acuestas! Lo mismito estábamos que los chicos de mi clase cuando les
ofrezco contarles algo, que se les despierta la curiosidad... y
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