gravedad
oficial, la tez marchita y como ahumada por los reverberos, no sé qué
inexplicable matiz de satisfacción optimista, la edad tirando a madura,
signos eran que denotaban hombres llegados a la meta de las humanas
aspiraciones en los países decadentes: el ingreso en las oficinas del
Estado. Uno de ellos llevaba la voz, y los demás le manifestaban
singular deferencia en sus ademanes. Animaba aquel grupo una
jovialidad retozona, contenida por el empaque burocrático: hervía
también allí la curiosidad, menos ingenua y descarada, pero más aguda
y epigramática que en el hormiguero de las amigas. Había discretos
cuchicheos, familiaridades de café indicadas por un movimiento o un
codazo, risas instantáneamente reprimidas, aires de inteligencia, puntas
de puros arrojadas al suelo con marcialidad, brazos que se unían como
en confidencia tácita. La mancha clara del sobretodo gris del novio se
destacaba entre las negras levitas, y su estatura aventajada dominaba
también las de los circunstantes. Medio siglo menos un lustro,
victoriosamente combatido por un sastre, y mucho aliño y cuidado de
tocador; las espaldas queriendo arquearse un tanto sin permiso de su
dueño; un rostro de palidez trasnochadora, sobre el cual se recortaban,
con la crudeza de rayas de tinta, las guías del engomado bigote;
cabellos cuya raridad se advertía aún bajo el ala tersa del hongo de
fieltro ceniza; marchita y abolsada y floja la piel de las ojeras; terroso el
párpado y plúmbea la pupila, pero aún gallarda la apostura y
esmeradamente conservados los imponentes restos de lo que antaño fue
un buen mozo, esto se veía en el desposado. Quizás ayudaba el mismo
primor del traje a patentizar la madurez de los años: el luengo
sobretodo ceñía demasiado el talle, no muy esbelto ya; el fieltro,
ladeado gentilmente, pedía a gritos las mejillas y sienes de un mancebo.
Pero así y todo, entre aquella colección de vulgares figuras de provincia,
tenía la del novio no sé qué tufillo cortesano, cierto desenfado de
hombre hecho a la vida ancha y fácil de los grandes centros, y la soltura
de quien no conoce escrúpulos, ni se para en barras cuando el propio
interés está en juego. Hasta se distinguía del grupo de sus amigos, por
la reserva de buen género con que acogía las insinuaciones y bromas
sotto voce, tan adecuadas al carácter mesocrático de la boda.
Anunciaba ya la máquina con algún silbido la próxima marcha;
acelerábase en el andén el movimiento que la precede, y temblaba el
suelo bajo la pesadumbre de los rodantes camiones, cargados de bultos
de equipaje. Oyose por fin el grito sacramental de los empleados. Hasta
entonces las gentes de la despedida habían conversado en voz queda,
confidencialmente, por parejas: el cercano desenlace pareció
reanimarlas, desencantarlas, mudando la escena en un segundo. Corrió
la novia a su padre, abiertos los brazos, y el viejo y la niña se
confundieron en un abrazo largo, verdadero, popular, abrazo en que
crujían los huesos y el aliento se acortaba. Salían de las bocas, casi
unidas, entrecruzadas y rápidas frases.
--Que escribas... cuidado me llamo... todos los días, ¿eh? No bebas
agua fría cuando estés sudando.... Tu marido lleva dinero... pedid más
si se acaba.
--No se aflija usted, señor.... Yo haré por volver pronto.... Cuídese
usted mucho, por Dios... atienda usted al asma.... Vaya usted de tiempo
en tiempo a ver al señor de Rada.... Si tiene usted algo, un telegrama
volando.... ¿Palabra de honor?
Después vinieron los apretones, los besucones, los pucheros del
acompañamiento femenino, y el último encargo, y el último deseo....
--Dios os haga dichosos... como patriarcas....
--San Rafael te acompañe, hija.
--¡Quién como tú, chica!, ¡a Francia en un vuelo!
--No te olvides de mi abrigo.... ¿Van en el mundo las medias?
¿Confundirás los hilos?
--Mira que las tiras bordadas no sean de ojales, que de esas ya las hay
por acá.
--Abre bien esos ojazos, míralo todito, ¡y después nos contarás cada
cosa!...
--Padre Urtazu--dijo la desposada llegándose al que su negra faja
declaraba por jesuita, y, asiéndole la mano, sobre la cual cayeron a un
tiempo sus labios y dos lágrimas, claras como agua--, pida usted a Dios
por mí....
Y acercándose más, añadió bajito:
--Que si papá tiene algo, me lo avise usted, usted ¿verdad? Yo le
enviaré a usted las señas de todas partes donde nos detengamos.... No
me lo descuide usted; ¿irá usted de vez en cuando a ver cómo lo pasa?
Se queda el pobre tan solito....
Alzó el jesuita la cabeza y fijó en la niña sus ojos levemente bizcos,
como son los de las personas hechas a concentrar y sujetar la mirada. Y
con la vaga sonrisa distraída de las gentes meditabundas, y en el propio
tono confidencial:
--Vete en paz, y Dios Nuestro Señor te acompañe, que es buen
acompañante--contestó--. Ya he rezado por ti
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