valor suficiente para decir
cuanto nos dicten nuestras convicciones. Pero no faltará quien diga: ¿á
qué tantas ceremonias y escrúpulos con esos hombres aturdidos y
desleales, que hablan al mundo de nuestro país, como si hablasen de
una horda de la Nueva Zelanda?
No, señores: la infantil ligereza con que nuestros vecinos hablan de
nosotros; esa ligereza que es tan nativa en ellos, y que se les debe
perdonar por ser un achaque de raza, una verdadera enfermedad de
temperamento y dé carácter; ese chistoso _sans façon_ con que
nuestros vecinos dicen las mayores sandeces con la formalidad más
pomposa y más entusiasta; esa especialidad francesa que consiste en
hablar de la niñería más grande que se ocurre á hombre, con la mayor
magnificencia y esplendidez del mundo; _ese curiosísimo secreto_ de
nuestros vecinos, no nos autoriza para insultar á una nacion. Nosotros
sentiriamos remordimiento si entrásemos en el exámen de esta sociedad
con una intencion egoista. ¡No! Por respetos al pueblo francés, por
decoro á nuestro país, por nuestro propio honor, como escritores
públicos, no harémos lo que hacen los franceses, con lo cual
probarémos, que si no somos tan refinadamente cultos, somos al menos
más clásicamente cristianos. La naturaleza lleva en sí cierta cosa bravía
de buena índole, una virtud salvaje, pero candorosa y original, y esta
ventaja tenemos los bárbaros.
Esta série comprenderá los siguientes capítulos:
1.º Moralidad de los franceses con relacion á la ley.
2.º Con relacion á la opinion.
3.º Con relacion á las costumbres.
4.º Con relacion al trato civil.
5.º Con relacion á la industria y al comercio.
6.º Con relacion al arte.
7.º Con relacion á la familia.
8.º Con relacion á cosas que verá el curioso lector.
UN PASEO POR PARIS.
I.
=Moralidad de Paris con relacion á la ley=.
Llegamos á Paris á las tres de la tarde, y no faltaba mucho para
oscurecer, cuando entrábamos en un hotel, llamado de los Extranjeros,
á tiro de pistola de los magníficos bulevares. Comimos luego en un
lujoso y _aéreo Restaurant_, situado en la Plaza de la Bolsa, cuyo
dueño se llama como jamás olvidaré, Champeaux. Ignoro si este
nombre puede tener para los oídos franceses alguna poesía; pero sé
muy bien que es un nombre célebre, prosáica y dolorosamente célebre
para mi afligido bolsillo, como verá el lector en el PARIS CURIOSO.
A las diez salimos del famoso _Restaurant-Champeaux_, y por señas
que mi mujer y yo caminábamos sin decirnos oste ni moste. ¿Por qué
tal silencio? Preguntará tal vez algun curioso. ¡Ay, lector, lector de
nuestra alma! Ordinariamente no hablamos, despues que somos ...
sorprendidos. La escena del Restaurant nos dejó mudos. De vuelta, por
fin, en nuestro hotel, quiso mi mujer acostarse y notó con harta
estrañeza que los dos balcones de nuestra habitacion no tenian maderas,
y que á una de las vidrieras faltaba el pestillo. Es decir, notó con
extrañeza que dormir allí era dormir en medio de la calle, á pública
subasta, como decimos por allá. Se trataba de un piso entresuelo muy
bajo, no habia puerta en los balcones que daban á la calle, uno de los
cierros de cristales carecia de pestillo.... ¿Cómo era posible que mi
mujer, la más medrosa de las mujeres, se resignara á pegar los ojos en
un cuarto, expuesto al antojo del primer transeunte?
Llamo al _garçon_, y le digo que se habian olvidado sin duda de poner
las maderas á los balcones, y que una de las vidrieras no cerraba. El
_garçon_ se sonrió compasivamente. Hace cuarenta años, me dijo, que
este hotel existe; tal como está hoy estuvo siempre, y todavía no se
cuenta que haya sucedido la menor tentativa de robo.
_¡Bah! no tenga usted miedo. (¡N'ayez pas peur, allez!_) Y diciendo
esto se marchaba.
--Oiga usted, le grité con resolucion: ¿es decir, que nos hemos de
quedar de este modo?
--El amo responde de lo que suceda.
--Perdone usted; el amo no puede responder de que me degüellen, y si
esto aconteciera, me importaria muy poco que su amo respondiese.
El garçon soltó una carcajada con el mayor aplomo, cual si creyera que
yo queria tener con él un rato de solaz, y desapareció como un cohete.
Referí á mi mujer lo sucedido, y mi mujer determinó pasar, la noche
cerca de los cristales, reservándose mudar de habitacion al dia
siguiente.
Yo calculé que la sinrazon no estaba en el amo del hotel, sino en
nosotros. Esto es una costumbre del país, costumbre que no tiene aquí
peligro alguno: ¿por qué prestar oídos al temor infundado de un
extranjero, en cuya nacion se vive de otro modo?
¿Por qué presumir que nosotros dos estimamos más nuestros bienes y
nuestras vidas, que los centenares de hombres que diariamente se
hospedan en este mismo hotel? ¿Por qué
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