y si no consigue hacer feliz a la humanidad toda es porque
Dios no quiere.... En conclusión, entiéndanse usted y el Padre Gracián
para que yo pueda ver al Sr. Navarro y hablarle de un asunto que no es
político y sólo a él y a mí nos interesa. ¿Él vive...?
--No sé si debo decírselo a usted en este momento, antes de que el
mismo Sr. D. Carlos, bellísima persona, jí, jí... antes de que el mismo
Sr. D. Carlos Navarro de licencia para que usted le vea. Ya lo arreglaré
yo. Vuélvase mañana por esta su casa.
Luego que Salvador se fue, D. Felicísimo escribió una carta en cuyo
sobre, después de trazar tres cruces, puso: A la Señora Doña María de
la Paz Porreño, calle de Belén.
-III-
Las pobres señoras casi vivían en la misma estrechez que en 1822,
porque las mudanzas políticas y sociales se detenían respetuosas en la
puerta de aquella casa, que era sin duda uno de los mejores museos de
fósiles que por entonces existían en España. Los períodos de tiempo en
que imperaba el absolutismo eran para el medro de la casa y
abundancia de las despensas Porreñanas lo mismo que aquellos en que
prevalecía la vil canalla de los clubs. De modo que en punto a
comodidades y vituallas el agonizante marquesado habría terminado
con un desastre igual al que han sufrido formidables imperios si no
viniera en su auxilio una industria que, si bien es algo prosaica, tiene
algo de noble por estar emparentada con la hospitalidad. Las dos
ilustres cuanto desgraciadas señoras aposentaban en su casa un
caballero tan respetable como rico durante las temporadas, a veces muy
largas, que dicho sujeto pasaba en Madrid. El trato era excelente, la
remuneración buena, y la armonía entre el huésped y las damas tan
perfecta que los tres parecían hermanos. La familiaridad realzada por el
respeto y una llaneza decorosa reinaban en la silenciosa mansión que
parecía habitada por sombras.
Bueno es decir, para que lo sepan los historiadores, que con las
módicas ventajas pecuniarias adquiridas por aquel medio honestísimo
habían renovado las señoras parte del mueblaje, aunque todas las piezas
de antaño se conservaban, sostenidas por los remiendos y pulidas por el
tiempo y el aseo. ¡Cosa admirable! el reló 2 había vuelto a andar; mas
por malicia del relojero o por un misterio mecánico imposible de
penetrar, andaba para atrás, y así después de las doce daba las once,
luego las diez y así sucesivamente. El cuadro de santos de la Orden
Dominica había sido restaurado por la misma Doña Paz, asistida de un
hábil vejete carpintero, sacristán y encuadernador, y emplasto por aquí,
pegote por allá, con media docena de brochazos negros en las sombras
y una buena mano de barniz de coches por toda la superficie, había
quedado como el día en que vino al mundo. Por el mismo estilo se
habían salvado de completa ruina las urnas de santos y las cornucopias,
que por no tener ya en sus cristales sino irregulares manchas de azogue
parecían una colección de mapas geográficos. Lo nuevo, que era muy
humilde, consistía en sillas de paja, cortinas de percal, ruedos de estera
de colores; pero alegraba la casa y su vetusto matalotaje. Por tal manera
aquella imagen cadavérica de los pasados siglos se reía en su tumba.
En la época en que nuevamente la encontramos, Doña María de la Paz
se acercaba velozmente a una vejez apoplética, marchando a ella con
los pies gotosos, la cabeza temblona, los hombros y el cuello crasos.
Sus cabellos, no obstante, se conservaban negros lo mismo que el lunar,
y era que ella perseguía las canas como si fueran liberales, y no daba
cuartel a ninguna, siendo tan implacable con ellas, que cuando vinieron
en tropel y no pudo arrancarlas por temor a quedarse en el puro casco,
las disfrazó vistiéndolas de luto para que nadie las conociera. Así
cuando esta operación no estaba hecha con habilidad (porque con las
fuerzas había mermado la vista) aparecían las sienes y la frente
empañadas con ciertas nubes negras por encima de las cuales brillaba la
nieve remedando un admirable paisaje de invierno.
Doña María Salomé estaba tan momificada que parecía haber sido
remitida en aquellos días del Egipto y que la acababan de desembalar
para exponerla a la curiosidad de los amantes de la etnografía. Fija en
una silleta baja, que había llegado a ser parte de su persona, se ocupaba
en arreglar perifollos para decorarse, y a su lado se veían, en diversas
cestillas de mimbre, plumas apolilladas, cintas de matices mustios,
trapos de seda arrugados y descoloridos como las hojas de otoño, todo
impregnado de un cierto olor de tumba mezclado de perfume de
alcanfor. Decían malas lenguas que al hacerse la ropa juntaba
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