El agente le recibía como se recibe a todo
aquel con quien se ha hecho un negocio muy lucrativo, y haciéndole
sentar a su lado dábale palmaditas en el hombro y hasta se aventuraba a
contarle cualquier sabrosa cosilla de la conspiración carlista.
Una mañana, al entrar en casa de Carnicero, encontró en la escalera a
un coronel de ejército amigo suyo. Era D. Tomás Zumalacárregui. Iba
acompañado del conde de Negri, y esto le hizo comprender que el
valiente vizcaíno, resistente hasta entonces a los halagos de la gente
mojigata, se había dejado seducir al fin. Se saludaron y siguió adelante.
Abriole la puerta Tablas. Al entrar pisó al gato, que escapó mayando, y
luego, a causa de la oscuridad de los destartalados pasillos, tropezó con
Doña María del Sagrario, que al choque dejó caer de las manos un
enormísimo plato de puches. Puso el grito en el cielo la señora, y al
ruido alarmose tanto D. Felicísimo, que se aventuró a salir de su nicho
preguntando si había entrado en la casa un tropel de cristinos. Salvador
se deshacía en excusas, y al acercarse a la pared, manchósele la negra
ropa de tal modo que parecía un molinero. Al sacudirse, no sin
comentar con algunas frases aquel rudimentario blanqueo de las
paredes, hubo de tropezar con una de las vigas que sostenían la casa y
pareció que toda la frágil fábrica se estremecía y que del techo caían
pedazos de yeso, como si por entre las maderas superiores corriesen a
paso de carga belicosos ejércitos de ratones. Por fin llegó a dar la mano
a Carnicero y entraron juntos en el despacho.
--Parece que entra un temporal en mi casa--dijo el anciano colocándose
en su nicho--. ¿Y qué tal? ¿Ha encontrado usted en la escalera a
Zumalacárregui y al señor conde? Buen militar y buen diplomático, jí,
jí...
--Zumalacárregui es una buena adquisición--respondió Salvador--.
Tiene valor y talento.
--Pues hay otras adquisiciones mucho mejores todavía--dijo Carnicero
frotándose las manos--. ¿Con que ese desdichado Gobierno del Sr. Zea
ha emprendido el desarme de los voluntarios realistas?... Sí, el
fantasmón de Castroterreño en León y el mentecato de Llauder en
Cataluña ponen despachos al Gobierno diciendo que han quitado las
armas a los voluntarios realistas. ¿Usted lo cree? ¿Usted cree que se
pueden quitar los rayos al sol? Jí, jí. ¡Y creerá el bobillo que ha puesto
una pica en Flandes!... Yo llamo el bobillo a ese señor Zea, que es una
especie de ministro embalsamado, como el Rey ha venido a ser un Rey
de papelón.
--El Gobierno se cree fuerte, Sr. Carnicero, y parece decidido a echar
una losa sobre el partido de D. Carlos. Mucho cuidado, amigo, que
ahora parece que tiran a dar.
--¡Oh! por mí no temo nada--manifestó D. Felicísimo con énfasis,
echándose atrás--. Pero vamos a lo que urge. Ya sé a lo que viene usted
hoy.
--A lo mismo que vine ayer.
--Y anteayer y el martes y el sábado pasado. Hoy no ha venido usted en
balde. Al fin, al fin....
--¿Llegó?
--Sí, sí, el Sr. D. Carlos Navarro, nuestro valiente amigo, llegó
anteanoche de su excursión por el reino de Navarra y por Álava y
Vizcaya. Es un guapo sujeto. Dice que en todo aquel religioso país
hasta las piedras tienen corazón para palpitar por D. Carlos, hasta las
calabazas echarán manos para coger fusiles. Las campanas allí, cuando
tocan a misa dicen «no más masones» y el día en que haya guerra los
hombres de aquella tierra serán capaces de conquistar a la Europa
mientras las mujeres conquistan al resto de España.... Bueno, muy
bueno.... ¿Con que usted desea ver a ese señor? Le prevengo a usted
que está oculto.
--No importa: sólo pienso hablarle de asuntos de familia. En el último
verano estuvo en la Granja pero no le pude ver, porque siempre se negó
a recibirme. Ahora me será más fácil, porque le escribirá usted dos
palabras.
--Lo haré con mucho gusto; pero prevengo a usted también que el Sr. D.
Carlos está enfermo del hígado. Ya se ve ¡ha trabajado tanto! Es un
incansable campeón de las buenas doctrinas. Anoche se quejaba de
atroces dolores, y, cosa rara en hombre tan religioso, jí, jí, más
invocaba a los demonios que a la Santísima Virgen. Si quiere usted
tener segura la entrevista que desea, se lo diremos al padre Gracián,
jesuita, excelente sujeto que viene aquí algunas tardes, y después
solemos ir a tomar chocolate a casa de Maroto, adonde va también el
Padre Carasa.... Pues bien, Gracián es amigo del Sr. D. Carlos, y ya
hace tiempo que se ha propuesto reconciliarle con su señora esposa....
¡Oh! es un neblí para las reconciliaciones ese buen padre Gracián.
--Le conozco. Es un digno sacerdote que tiene las mejores intenciones
del mundo,
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