los
pedazos y se los cosía en la misma piel; también decían que comía
alcanfor para conservarse, y que estaba, forrada en cabritilla. Boberías
maliciosas son estas de que los historiadores serios no debemos hacer
caso.
Una mañana.... Olvidaba decir que en la casa había una gran pieza
interior que daba a un patio o corralón muy espacioso, de donde recibía
el sol casi todo el día. En dicha pieza tendía Doña Paz la ropa lavada en
casa. De muro a muro todo era cuerdas, y cuando estaban llenas de ropa,
aquello parecía un bosque de trapos húmedos. Pues bien, una mañana
se paseaba Doña María de la Paz por aquellas alamedas del aseo,
cuando entró Doña María Salomé, y dándole una carta que acababan de
traer a la casa, le dijo:
--Otra carta para el Sr. D. Carlos. Viene con sobre a ti; pero es para él.
Mira las tres cruces. La letra parece del Sr. D. Felicísimo.
--Se la daremos cuando despierte--replicó Doña Paz--. El pobre señor
ha pasado muy mala noche.
--Por cierto--manifestó Doña Salomé con semblante muy serio, en el
cual se revelaba una aprensión escrupulosa--por cierto que no sé si será
conveniente recibir cartas de esta manera. Esto puede dar lugar a
interpretaciones contrarias a nuestro honor y buen nombre. Los vecinos
se enteran de todo... ven que recibimos cartas... ven que entran aquí de
noche muchos hombres.... No sé, no sé...
--Calla, mujer--dijo Doña Paz asomando la cabeza por entre el ramaje
blanco--. ¿Qué pueden sospechar de nosotras?
--Puede caer alguna tacha, mujer, sobre nuestra reputación--afirmó
Salomé de muy mal talante--. Bien sabes tú que no basta ser honrada,
sino parecerlo, y dos señoras solas, como nosotras, han de tener mucho
cuidado, para no andar en lenguas de maliciosos.
--¡Siempre tonta!--murmuró Doña María de la Paz desapareciendo en
lo más espeso del bosque de ropa.
--Yo estoy decidida a hablar claramente al Sr. D. Carlos--añadió la
otra--. Nadie le aprecia más que yo; pero este entrar y salir de hombres
a todas horas del día y de la noche no está en conformidad con lo que
ha sido siempre nuestra casa. ¿Qué quieres? no me puedo acostumbrar:
yo soy así. Lo digo y lo repito, hablaré al Sr. D. Carlos.
--No faltaba más sino marear al Sr. D. Carlos con semejante
impertinencia--dijo Doña Paz reapareciendo en una alameda de lienzo.
--Lo digo y lo repito.... Además, los compañeros, ayudantes o lo que
sean del Sr. D. Carlos, no nos guardan las consideraciones que
merecemos. ¿Qué más?... Ayer no me había acabado de peinar cuando
ese bárbaro de Zugarramurdi entró en mi cuarto sin pedir permiso.... ¡Y
para qué! para decirme si había yo visto una de sus espuelas que no
podía encontrar.
--Bobadas.... Habla más bajo.... Me parece que se ha despertado el Sr.
Navarro.
Apareció en la puerta una enorme barba a la cual estaba pegado un
hombre. De entre aquel enorme vellón castaño salió una voz seca y
desabrida que dijo:--El chocolate.
--En seguida, Sr. Zagarramurdi. Tome usted esta carta que han traído
para el Sr. D. Carlos. ¿Qué tal está hoy?
--Mal--respondió el de la barba dando media vuelta y desapareciendo
por donde había venido.
--¡Qué modos!--murmuró Salomé dirigiéndose a su cuarto--. Ya no hay
caballeros.
Navarro moraba en la misma habitación ocupada algunos años antes
por una mujer que murió en olor de santidad. Poco o ningún cambio
había tenido la pieza, que más que gabinete parecía capilla, o mejor un
abreviado trasunto de la corte celestial, pues todo en ella era santicos
pintados y de bulto, reliquias, estampas de santuarios y monasterios,
corazones bordados, palmitos, y un altar completo con sus candeleros
de estaño, sus arañas colgadas del techo, sus misales y sus tres curitas
de cartón con casullas de papel, en actitud de celebrar misa cantada.
Completaban la decoración una enorme espada pendiente del mismo
clavo que sostenla un niño Jesús bordado en cañamazo, dos escopetas
arrimadas a un rincón, dos guantes y dos mascarillas de esgrima junto a
dos pares de floretes, tres maletas muy usadas y un hombre.
Este hombre hallábase sentado o más bien sumergido en un sillón, con
las piernas ocultas bajo gruesa manta que le llegaba a la cintura, la
cabeza inclinada sobre el pecho y tan inmóvil que parecía dormido o
muerto. Un brasero de cisco bien pasado mostraba su montoncillo de
ceniza esmaltado de fuego cerca del envoltorio que debía contener los
pies del individuo, el cual si alguna vez daba señales de existencia era
dándolas de frío. Su cara era morena tirando a verde a causa de la
palidez, así como el blanco de los ojos no era blanco sino amarillo. El
cabello negro y áspero tenía bastantes canas, y generalmente se veía la
potente cabeza apoyada en una mano negra, tostada,
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