Un faccioso más y algunos frailes menos | Page 6

Benito Pérez Galdós

Concepción.
Otras muchas cosas supo y vio que no son para referidas a la ligera. Sus
relaciones con gente de varias clases le informaban de todo. Pipaón, D.
Felicísimo Carnicero y el marqués de Falfán no hacían misterio de los
planes apostólicos, y Genara, furibunda sectaria del sistema del justo
medio o de la conciliación, era el órgano más feliz que imaginarse
puede de los pensamientos de aquel astuto Sr. Zea que gobernaba o
aparentaba gobernar la nave (¡siempre la nave!), más cercana a los
escollos que al deseado puerto.
Genara se había establecido en su antigua casa, notoria tres años antes
por la tertulia a que concurrían literatos tiernos y políticos maduros;

pero ya en el invierno de 1833 no se abrían las puertas de aquella feliz
morada para el primer poeta que viniese de su provincia cargado de
tragedias, ni para los tenores italianos, ni para los abogados oradores
que empezaban a nacer en las aulas con una lozanía hasta cierto punto
calamitosa. El círculo era mucho más estrecho y las amistades más
escogidas, con lo que ganaba en consideración la casa. Y aquí viene
bien decir que la interesante señora había perdido por completo su
afición a la poesía lírica (que no hay cosa durable en el mundo), y tanto
caso hacía ya del prisionero de Cuéllar como de las nubes de antaño. Él
era en verdad de un carácter poco a propósito para la constancia en los
afectos. No se sabe si en la temporada a que nos vamos refiriendo había
dado a conocer Genara preferencia o simpatía por alguna otra de las
artes liberales, o por la artillería y la náutica, como se dijo. Careciendo
de noticias ciertas, nos abstenemos de afirmar cosa alguna; que en
casos dudosos vale más atenerse a la opinión buena, como mandan la
moral de la historia y la caridad cristiana.
D. Luis Fernández de Córdova, militar brillantísimo, pasaba, cuando
vino de Berlín para encargarse de la embajada de Portugal, largas horas
en casa de Genara. También iban, aunque no con mucha frecuencia, D.
Francisco Javier de Burgos y Martínez de la Rosa. Era de los asiduos
un joven oficial granadino llamado Narváez, muy vivo de genio,
ceceoso, pendenciero y expeditivo. Pero la persona más digna de
mención entre los que visitaban a la hermosa señora era un jesuita del
colegio Imperial, llamado el padre Gracián, hombre de mucha piedad y
oración. Decían algunos que de la amistad del buen religioso con
Genara iba a salir la conversión de esta, o sea su entrada en las buenas
vías católicas. Otros declaraban haber notado en ella resabios de
mojigatería; pero sea lo que quiera, lo cierto es que las intenciones del
padre Gracián eran altamente provechosas, porque (digámoslo de una
vez) se había propuesto reconciliar a la señora con su marido.
Que Pipaón visitaba casi diariamente a su antigua amiga y paisana no
hay para qué decirlo. Por añadidura, el excelentísimo D. Juan Bragas
había simpatizado mucho con el jesuita Gracián. Ambos platicaban con
seriedad pasmosa de los negocios de Estado y de la Iglesia, deplorando
mucho la tibieza de creencias que tanto dañaba a la sociedad española

en aquellos tiempos y concluían deseando que viniesen otros mejores
en que marchasen las naciones por el camino de la piedad, dulcemente
pastoreadas por los ministros del altar. Como Gracián se interesaba
tanto por sus amigos y quería llevar todos los beneficios posibles al
seno de las familias cristianas, tomó muy a pecho la realización del
casamiento de Bragas con Micaelita, proyecto de que ya hay noticias en
el libro anterior.
Acompañando a Pipaón iba Salvador algunas veces a casa de Genara;
solían comer juntos los tres, y cuando se encontraban Monsalud y
Gracián también hablaban largamente del Estado y de la Iglesia. Un día,
después de hablar con él, el jesuita pidió informes a la señora de la casa
sobre aquel desconocido amigo, quizás para ver si le podía reconciliar
con alguien, porque el afán del buen discípulo de San Ignacio era la
reconciliación. Genara respondió:
--Si quiere usted ganar la palma del buen pacificador, hágale usted
amigo de mi marido.
--¿No se quieren bien?--preguntó Gracián con astucia.
--Nada bien.... Es enemistad que data desde la guerra con los franceses.
Ambos son tercos, soberbios, y quizás en su juventud aconteciera
alguna cosa de esas que siempre son motivo de rivalidad entre los
hombres....
--Alguna mujer....
--Puede ser, puede ser que eso haya sido--dijo ella con serenidad que
tiraba a indiferencia.
Algo más dijeron sobre esto; pero no nos importa todavía, y siendo más
urgente seguir los pasos de la persona a quien aludían la dama y el
sacerdote, vamos tras él sin pérdida de tiempo. Algunos días le vimos
entrar en la casa de D. Felicísimo Carnicero, con quien aún tenía
algunas cuentas pendientes.
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