Un antiguo rencor | Page 5

George (Jorge) Ohnet
d��as, como no recibiese noticias de su prometido ni oyese hablar de ��l, perdi�� la paciencia y se decidi�� �� informarse. Interrogada la portera de la casa, respondi�� que el se?or Roussel estaba en Par��s, del que no se hab��a movido, y que acababa de entrar en su casa. �� Clementina se le subi�� la sangre �� la cabeza; se vi�� burlada, desde?ada; el temor y la c��lera la sublevaban al mismo tiempo. Prorrumpi�� en una exclamaci��n que asust�� �� la portera y enseguida, tomando su partido en un segundo, se lanz�� �� la escalera, subi�� los dos pisos, llam�� con violencia, y sin preguntar nada al criado, que la conoci�� y estaba estupefacto, entr�� como una avalancha en el gabinete de su primo.
Fortunato, sentado en una gran butaca y con una excelente pipa en la boca, le��a tranquilamente su correo de la tarde, cuando la puerta, al abrirse bruscamente, le hizo levantar la vista. Se levant�� r��pidamente al reconocer �� Clementina, coloc�� la pipa sobre la chimenea, meti�� las cartas en el bolsillo y con voz un poco temblorosa, porque ten��a la sospecha de haberse conducido sin galanter��a, dijo:
--?Calla! querida prima, ?eres t��?
Despu��s de esta vulgaridad, permaneci�� cortado, mirando con embarazo �� Clementina, que estaba p��lida, verdosa, sofocada, con los ojos dorados por la hiel. Por fin pudo recobrar la respiraci��n y temblando de c��lera, dijo:
--?Con que me ha enga?ado usted, dici��ndome que se ausentaba? Yo le cre��a de viaje y est�� usted en Par��s....
--He vuelto antes de lo que pensaba, balbuce�� Fortunato.
--No mienta usted; porque no ha salido de Par��s.
--Pero....
--?Oh! Ahora comprendo porqu�� no quiere usted llevar su t��tulo ... No vendr��a bien con su car��cter....
--?Prima m��a!...
--Se ha portado usted conmigo como un pat��n.
--?Ah!
--Si, ?lo que ha hecho usted es una cobard��a!
Y excit��ndose con el ruido de sus propias palabras, anim��ndose con sus mismas violencias y viendo �� Roussel consternado, Clementina lleg�� al paroxismo del furor. Traspasando todo l��mite, perdi�� la cabeza y si su primo hubiera respondido en el mismo tono, hubiera sido capaz de pegarle. Pero ��l estaba tan pac��fico como ella excitada. En vez de replicar, de defenderse, observaba �� su adversario y se afirmaba en la resoluci��n de no unirse con semejante furia. Y, sin embargo, si en ese instante Fortunato hubiese proferido una sola palabra afectuosa; si hubiera procurado hacer vibrar el coraz��n apasionado de la se?orita Guichard, la hubiese hecho prorrumpir en sollozos, la hubiera obligado �� pedir gracia y la hubiera permitido demostrar la verdadera ternura que sent��a por ��l. Y acaso el uno y el otro hubieran sido felices, hasta tal punto arregla las cosas el amor. Pero Roussel no pronunci�� la palabra de afecto y Clementina, ahogada por la rabia y no encontrando ya m��s injurias que lanzar �� la faz de su primo, arroj�� un grito desgarrador y cay�� en el sof��, v��ctima de un ataque nervioso.
Fortunato, que era la bondad misma, se precipit�� �� su socorro y recibi�� algunos puntapi��s y alguna que otra tarascada, pero no retrocedi�� y empez�� �� desabrochar �� Clementina, que lanzaba d��biles quejidos. Le moj�� concienzudamente las sienes con agua de Colonia y le hizo aspirar un frasco de sales. Estando inclinado hacia su prima, abri�� ��sta los ojos, le reconoci��, se levant�� de un salto, le dirigi�� una mirada de indignaci��n, se volvi�� �� abrochar y de pie en el umbral de la puerta, dijo:
--Conste que soy yo la que ha dado un paso de conciliaci��n. Espero �� usted �� su vez esta tarde. Reflexione usted en las intenciones de nuestro t��o Guichard y vea si le conviene sufrir las consecuencias de desobedecerle.
Clementina hab��a vuelto �� ponerse dura y arisca y acab�� de desagradar definitivamente �� Fortunato, el cual, creyendo necesario quemar sus naves y cortarse por completo la retirada, dijo en tono muy dulce:
--La consecuencia que tocar��, querida prima, ser�� verte tomar mi parte en la herencia; t��mala, pues: creo que no es un precio muy elevado para la libertad.
Acababa de hacer oir �� Clementina las palabras m��s crueles que pudiera esperar de ��l. Su cara se descompuso y levantando una mano tr��mula �� la altura de la cabeza de Fortunato, respondi��:
--Est�� bien; usted se arrepentir�� toda su vida de lo que acaba de contestarme. Desde hoy le considero �� usted como mi m��s mortal enemigo.
Esperaba, acaso, en un arrepentimiento causado por la inquietud; pero hab��a escogido el peor de los medios para atraer �� Roussel, que no replic��; hizo una inclinaci��n de cabeza; abri�� la puerta �� su prima y cuando la vi�� en la escalera, volvi�� �� entrar en su casa, encendi�� de nuevo la pipa y continu�� la lectura del correo de la tarde.
Sin embargo, no deb��a quedar tranquilo despu��s de esta salida amenazadora y muy pronto pudo darse cuenta de que Clementina, fuera de su casa,
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