podría ir á su
enemigo! ¡Podría éste jactarse de haberse desembarazado de su odio al
mismo tiempo que se apoderaba de su herencia! ¡Tendría la alegría
salvaje de verla descender á la tumba de familia y de gozar después no
sólo de la fortuna del tío Guichard, sino de la suya propia! ¡Nunca! Sus
cabellos se erizaron de horror, y exclamó:
--¡Ah! ¿Él tiene un hijo adoptivo? Pues bien, ¡yo también tendré otro!
Bobard, que tenía un hijo en el colegio, insinuó en seguida á
Clementina que podía encontrar en ese muchacho un hijo sólido,
obediente y respetuoso, pero un varón no convenía á la señorita
Guichard. El instinto de su sexo le hacía desear una niña. Hizo saber su
deseo á un médico y le declaró resueltamente las condiciones que debía
llenar la candidata; tener dos años al menos y tres cuando más; no tener
madre ni padre, á fin de evitar toda reclamación; ser bonita, rubia, con
ojos azules. En cuanto al carácter, ella se encargaría de formársele y
sería bueno.
Ocho días después la señorita Guichard recibía aviso de que una
nodriza de Courbevoie tenía una niña que realizaba absolutamente el
programa formulado. El padre y la madre habían muerto y como hacía
un año que nadie pagaba las mensualidades, aquella mujer, muy pobre,
se iba á ver precisada con gran sentimiento y después de haber tardado
todo lo posible, á llevar la criatura á la Inclusa. La señorita Guichard
subió inmediatamente al coche, se fué á Courbevoie, vió á la niña, que
se llamaba Herminia, la encontró á su gusto, dió quinientos francos á la
nodriza y se fué colmada de bendiciones y llevando triunfalmente á su
heredera.
En su condición de mujer soltera, le pareció inconveniente el ser
llamada mamá y enseñó á Herminia á llamarla "mi tía." Pudo desde
entonces desafiar á Roussel no sólo en el presente, sino también en el
porvenir. La hija de la una valía por el hijo del otro. Pero, cosa singular,
el corazón de Clementina no se fundió, como el de Fortunato, al calor
de esta nueva afección. Amó á Herminia, no por la dicha de amar, sino
porque le servía de aliada contra su enemigo. El encanto, la gracia, la
inocencia de la niña no lograron apoderarse por completo de la señorita
Guichard, que no fué verdaderamente sensible más que al útil apoyo
que le proporcionaba aquella criatura, en su lucha contra Fortunato.
No pudo desconocer, ciertamente, la dicha que entraba en su casa, que
era, antes de la adopción de Herminia, como una jaula sin pájaro y que
ahora llenaba la niña con sus risas, con sus cantos, con su alegría. Pero
Clementina era menos accesible á estos goces deliciosos que á la áspera
satisfacción de pensar veinte veces al día: "He perjudicado á Roussel."
Educó á Herminia con perfección pero severamente. La cuidó con el
celo de un artillero por su cañón. Cuando la niña estuvo enferma, la
señorita Guichard experimentó vivas inquietudes, llamó al mejor
médico y hasta pasó en vela algunas noches; pero jamás experimentó
ese ardor espiritual que templa la atmósfera en torno de un niño y le
hace vivir en medio de la mayor seguridad, en la evolución de un
tranquilo desarrollo. Jamás su corazón de mujer tuvo los pequeños
refinamientos de afecto, las delicadas atenciones que Roussel prodigaba
á Mauricio.
Se hizo amar por su hija adoptiva, pero se hizo más respetar. El nombre
de "tía" convenía por su frialdad á las relaciones afectuosas que
Herminia tenía con la señorita Guichard: llamarla mamá hubiera sido
imposible, porque en realidad era tratada como una sobrina.
Durante quince años la vida no ofreció graves incidentes. El rencor de
Clementina no estaba extinguido, sino en ese estado de incubación
semejante al de los volcanes que no revelan su actividad interior más
que por los tenues hilos de humo que se escapan por sus costados. Ni
Roussel ni la señorita Guichard habían hablado de sus disentimientos á
Mauricio y á Herminia, obedeciendo al miedo de sembrar el odio en
aquellos sencillos espíritus.
Los dos muchachos crecieron y entraron en la edad juvenil. Mauricio,
después de terminar sus estudios, había manifestado una afición muy
marcada por la pintura. Como estaba llamado á ser rico, pues el capital
de su padre, cuidadosamente administrado, producía treinta mil francos
de renta y Mauricio le había asegurado una considerable fortuna por
una donación _inter vivos_, poseía todos los medios necesarios para
realizar sus aspiraciones artísticas. Roussel, siempre práctico, no se
contentó con que su hijo fuese un simple aficionado.
--Todo lo que se hace, le decía, es preciso hacerlo con perfección.
Deseas pintar, no me opongo; pero te exijo que trabajes como si
tuvieras necesidad de tu paleta para vivir. Vas á entrar en la escuela de
Bellas Artes; te recomendaré
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