Un antiguo rencor | Page 9

George (Jorge) Ohnet
á Baudry, que es amigo mío, y á
Meissonier, á quien conocí en la Guardia nacional. Si quieres hacer
grandes cuadros á la manera de los grandes maestros italianos del
Renacimiento, el primero te será útil; si prefieres dedicarte al arte
minucioso de los Flamencos, el segundo te dará consejos; pero,
cualquiera que sea tu elección, conviene que te apliques á ella con todas
tus fuerzas.
Mauricio adquirió ese compromiso y le cumplió. Á los veintitrés años
obtuvo el segundo premio y por una rara delicadeza, no quiso concurrir
al año siguiente, aunque estaba casi seguro de la victoria. Para
explicarlo, dió á su tutor razones que le conmovieron vivamente:
--Tengo tres concurrentes enteramente pobres y pueden desesperarse
por un fracaso. Cualquiera de ellos que obtenga el primer premio tiene
su carrera asegurada. ¿Voy yo, que soy rico, gracias á mi padre y á
usted, á servir de obstáculo á ese porvenir que puede ser tan fecundo y

tan dichoso? Puedo hacerlo, materialmente, pero moralmente no tengo
ese derecho. Mi segundo premio me da bastante distinción; soy
conocido y apreciado. ¿He llegado al fin que usted me había mandado
alcanzar? ¿Exige usted que haga más?
--No, dijo Roussel abrazando á su hijo; eres un buen muchacho.
El año siguiente, Mauricio expuso su gran cuadro "La orgía en
Caprera", que hizo profunda sensación, y el retrato de su tutor; y
obtuvo una tercera medalla.
La señorita Guichard supo por los periódicos el éxito del pupilo de
Fortunato y quiso ir á la exposición de pinturas. Fué sola temiendo
venderse y que Herminia conociese su ira. Buscó la sala A., donde, en
medio de los cien lienzos colgados en la pared, se destacaba una figura,
como una aparición fantástica, apoderándose de sus miradas y
ejerciendo sobre ella como una especie de atracción hipnótica: Roussel,
de un parecido inverosímil, fresco, sonrosado, con sus cabellos blancos,
satisfecho, pacífico. Se salía, literalmente, del cuadro y Clementina
creyó que se dirigía hacia ella desafiándola con su mirada dichosa, y
con su boca sonriente; injuriándola con su insolente alegría. La señorita
Guichard avanzó hacia él atrevida, amenazadora y llegada ante el
lienzo, con la cabeza trastornada por la cólera, los labios apretados para
no estallar en injurias, levantó su sombrilla con actitud furiosa é iba á
golpear á su enemigo cuando una mano la detuvo, al mismo tiempo que
una voz decía:
--Pero, señora, ¿qué hace usted?
Volvió en sí y se encontró al lado de un guarda de la exposición que la
miraba con asombro y refunfuñaba. Clementina balbuceó:
--Hace mucho calor aquí.... He tenido un momento de turbación....
Y fuera de sí, no pudiendo permanecer ante aquel retrato sin ceder al
deseo de rasgar la tela, huyó, mientras el empleado decía severamente:
--¡No se debía dejar entrar aquí á las locas!
La señorita Guichard volvió á su casa confesándose que Roussel poseía
sobre ella una marcada superioridad y que jamás Herminia tendría ni un
gran talento para pintar, ni gran voz para hacer sensación como
cantante, ni buen arte como pianista para rivalizar con los Poloneses.
Dijo cosas desagradables á su sobrina, que no comprendía nada de todo
aquello, y se acostó preguntándose qué mala partida podría jugar á
Fortunato.

La casualidad, ese cómplice de los que nada pueden, se encargó de
proporcionarle un terrible desquite. Se había instalado en la
Celle-Saint-Cloud, como todos los años, para pasar el verano, y en sus
paseos por el bosque de Saint-Cucufa, veía en la eminencia de
Montretout la casa de su primo. Con mucha frecuencia pensaba: "Si
tuviera á mi disposición durante un día uno de los grandes cañones del
Mont-Valerien, ¡cómo aniquilaría la casucha de ese miserable! Sería
asunto de algunos cañonazos bien dirigidos."
Pero el Estado francés no presta sus cañones á los particulares, aunque
sea para bombardearse en familia, y Clementina tuvo que resignarse á
ver la casa maldita que se levantaba á lo lejos, punto blanco en el
horizonte verdoso de los bosques. Fuera de esto, vivía tranquila en
aquel país encantador gozando de un bonito jardín y de sus hermosas
flores. Herminia especialmente, era dichosa en la Celle-Saint-Cloud.
Amaba la tranquila libertad del campo y pasaba los días bajo un
emparrado adornado con guirnaldas de madreselvas, cultivando la
amistad de los jilgueros que venían á cantar para ella, revoloteaban al
alcance de su mano y comían miguitas de su merienda. De vez en
cuando, vibraba una voz fuerte que decía: ¡Herminia!, y los pajarillos
volaban espantados hacia el espeso follaje, la arena rechinaba bajo el
peso de un pie varonil y aparecía la señorita Guichard con su labor, se
sentaba cerca de su sobrina, bajo la sombra embalsamada, y se ponía á
trabajar, manejando las agujas de su malla como si fueran espadas y
atravesando la lana á grandes pinchazos, como si se hubiera
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