la buena vida y las acciones claras son la mejor prueba de
honradez que puede dar un hombre. Roussel consiguió dominar la dura
corriente de malas voluntades desencadenada contra él. Hubo que
reconocer, al principio, que había alguna exageración en los rumores
esparcidos á su costa y llegó á resultar después evidente que eran falsos.
No faltó quien quiso averiguar el origen de aquel envenenamiento
social, pero la misma víctima se interpuso entre su verdugo y los
curiosos. Por otra parte, acababa de ocurrir un hecho importante que
llevaba á su existencia un elemento de interés que Fortunato no había
jamás sospechado.
Sin haberse casado, se convirtió en padre. Uno de sus amigos más
queridos murió, dejando solo en el mundo á un niño de ocho años.
Llamado á la cabecera del moribundo y como éste le rogara con el
ardor de una profunda angustia paternal que uo abandonase á su hijo,
Roussel, sin grandes frases ni actitudes dramáticas adquirió el
compromiso de velar sobre el huérfano, al que apenas conocía. Á fin de
darle la triste noticia, fué á verle al colegio y quedó conmovido ante
aquel rubillo que lloraba á lágrima viva, solo, enteramente solo ya, y
sin otro apoyo que el de un extraño.
Las palabras afectuosas que Fortunato no había encontrado para
Clementina, acudieron á sus labios para Mauricio. Al cabo de cinco
minutos, el muchacho estaba sobre las rodillas del solterón y éste
observaba que aquellos bracitos temblorosos que le estrechaban como á
una postrera esperanza, eran la más sólida de las cadenas. Y como
Mauricio no se calmaba, el buen Fortunato le llevó á su casa, le instaló
en una habitación próxima á la suya, y por la noche, al oirle suspirar, se
levantó para ver si estaba enfermo.
El niño, dormido, lloraba en la cama, soñando sin duda con su padre.
Gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas y mojaban la almohada.
Roussel, en camisa y con el candelero en la mano, se sintió presa de un
súbito enternecimiento, y aun á riesgo de coger un resfriado,
permaneció contemplando al huérfano.
La luz, hiriendo los ojos de Mauricio, le despertó. Abrió éste un
instante los párpados hinchados por el llanto y viendo inclinada sobre
él una cara que expresaba bondad y ternura, murmuró en medio de su
sueño: "¿Estás ahí, papá?..." Roussel se sintió conmovido hasta en los
más íntimos repliegues del corazón é imprimiendo en la frente húmeda
del niño un tierno beso, dijo en alta voz, como para tomar por testigo al
muerto:
--Sí, duerme, hijo mío: ¡tu padre está aquí!
Mauricio no volvió al colegio. Fortunato había llegado á la edad en que
el hombre siente placer en vivir dentro de su casa á condición de no
estar en ella enteramente solo, y gracias á su hijo adoptivo, encontró el
atractivo que podía conducirle al hogar y retenerle en él. Al niño debió,
pues, la rectitud de su vida, la seriedad de sus pensamientos, la
dignidad sonriente de su madurez. Demasiado inteligente para no darse
cuenta de lo que así ganaba, agradeció á su pupilo haberle
proporcionado la ocasión de emprender una vida arreglada y se
prometió pagarle en felicidad la tranquilidad que por su causa gozaba.
Y tomó en serio su papel de padre. Terminados sus negocios, se
ocupaba de Mauricio. ¿Qué tal había trabajado? ¿Estaban contentos de
él en el instituto? ¿Había estudiado sus lecciones? ¿Á qué había jugado
en el recreo? Comía con el muchacho, que le daba conversación. Le
veía acostarse y dejándole al cuidado de su antigua ama de gobierno,
salía con el espíritu tranquilo, é iba al teatro ó á las sociedades, pero
jamás se retiraba tarde, atraído por el recuerdo de aquel muchacho tan
débil y que tan preferente lugar había tomado en la vida de su tutor.
CAPÍTULO II
DE CÓMO UNA CASUALIDAD VUELVE Á ENCENDER LA
GUERRA.
Cuando la señorita Guichard supo que Fortunato tenía un niño á su lado,
su primer impulso fué esparcir el rumor de que sería algún pilluelo
escapado de Mettray ó de la prisión de jóvenes que éste había recogido
en la calle para jugarla una mala partida; pero, contra lo que ella
esperaba, la historia no hizo fortuna. Todo el mundo había conocido al
señor Aubry, el padre del huérfano, y la generosa intervención de
Roussel fué bien juzgada. Su primo Bobard, astuto abogado, llegó á
insinuar que el acto era hábil, porque, decidido á permanecer soltero,
Roussel se proporcionaba un heredero como medio de desheredar á la
señorita Guichard si moría antes que ella.
Clementina no había prestado nunca atención al desagradable
pensamiento de que si ella era heredera de su primo Fortunato, también
éste debía heredarla, en su caso. En un momento, esa perspectiva
abierta por Bobard la sublevó. ¡Cómo! ¡Algo de lo suyo
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