arrebatado y enérgico, siempre propenso a abreviar todas
las funciones de la vida, y especialmente el lenguaje. Oyéndoles hablar,
me ha parecido a veces que la lengua es un órgano que les estorba.
Marcial, como digo, convertía los nombres en verbos, y éstos en
nombres, sin consultar con la Academia. Asimismo aplicaba el
vocabulario de la navegación a todos los actos de la vida, asimilando el
navío con el hombre, en virtud de una forzada analogía entre las partes
de aquél y los miembros de éste. Por ejemplo, hablando de la pérdida
de su ojo, decía que había cerrado el portalón de estribor; y para
expresar la rotura del brazo, decía que se había quedado sin la serviola
de babor. Para él el corazón, residencia del valor y del heroísmo, era el
pañol de la pólvora, así como el estómago el pañol del viscocho. Al
menos estas frases las entendían los marineros; pero había otras, hijas
de su propia inventiva filológica, de él sólo conocidas y en todo su
valor apreciadas. ¿Quién podría comprender lo que significaban
patigurbiar, chingurria y otros feroces nombres del mismo jaez? Yo
creo, aunque no lo aseguro, que con el primero significaba dudar, y con
el segundo tristeza. La acción de embriagarse la denominaba de mil
maneras distintas, y entre éstas la más común era ponerse la casaca,
idiotismo cuyo sentido no hallarán mis lectores, si no les explico que,
habiéndole merecido los marinos ingleses el dictado de casacones, sin
duda a causa de su uniforme, al decir ponerse la casaca por
emborracharse, quería significar Marcial una acción común y corriente
entre sus enemigos. A los almirantes extranjeros los llamaba con
estrafalarios nombres, ya creados por él, ya traducidos a su manera,
fijándose en semejanzas de sonido. A Nelson le llamaba el Señorito,
voz que indicaba cierta consideración o respeto; a Collingwood el tío
Calambre, frase que a él le parecía exacta traducción del inglés; a
Jerwis le nombraba como los mismos ingleses, esto es, viejo zorro; a
Calder el tío Perol, porque encontraba mucha relación entre las dos
voces; y siguiendo un sistema lingüístico enteramente opuesto,
designaba a Villeneuve, jefe de la escuadra combinada, con el apodo de
Monsieur Corneta, nombre tomado de un sainete a cuya representación
asistió Marcial en Cádiz. En fin, tales eran los disparates que salían de
su boca, que me veré obligado, para evitar explicaciones enojosas, a
sustituir sus frases con las usuales, cuando refiera las conversaciones
que de él recuerdo.
Sigamos ahora. Doña Francisca, haciéndose cruces, dijo así:
«¡Cuarenta navíos! Eso es tentar a la Divina Providencia. ¡Jesús!, y lo
menos tendrán cuarenta mil cañones, para que estos enemigos se maten
unos a otros.
--Lo que es como Mr. Corneta tenga bien provistos los pañoles de la
pólvora--contestó Marcial señalando al corazón--, ya se van a reír esos
señores casacones. No será ésta como la del cabo de San Vicente.
--Hay que tener en cuenta--dijo mi amo con placer, viendo mencionado
su tema favorito--, que si el almirante Córdova hubiera mandado virar a
babor a los navíos San José y Mejicano, el Sr. de Jerwis no se habría
llamado Lord Conde de San Vicente. De eso estoy bien seguro, y tengo
datos para asegurar que con la maniobra a babor, hubiéramos salido
victoriosos.
--¡Victoriosos!--exclamó con desdén Doña Francisca--. Si pueden ellos
más... Estos bravucones parece que se quieren comer el mundo, y en
cuanto salen al mar parece que no tienen bastantes costillas para recibir
los porrazos de los ingleses.
--¡No!--dijo Medio-hombre enérgicamente y cerrando el con gesto
amenazador--. ¡Si no fuera por sus muchas astucias y picardías!...
Nosotros vamos siempre contra ellos con el alma a un largo, pues, con
nobleza, bandera izada y manos limpias. El inglés no se larguea, y
siempre ataca por sorpresa, buscando las aguas malas y las horas de
cerrazón. Así fue la del Estrecho, que nos tienen que pagar. Nosotros
navegábamos confiados, porque ni de perros herejes moros se teme la
traición, cuantimás de un inglés que es civil y al modo de cristiano.
Pero no: el que ataca a traición no es cristiano, sino un salteador de
caminos. Figúrese usted, señora--añadió dirigiéndose a Doña Francisca
para obtener su benevolencia--, que salimos de Cádiz para auxiliar a la
escuadra francesa que se había refugiado en Algeciras, perseguida por
los ingleses.
Hace de esto cuatro años, y entavía tengo tal coraje que la sangre se me
emborbota cuando lo recuerdo. Yo iba en el Real Carlos, de 112
cañones, que mandaba Ezguerra, y además llevábamos el San
Hermenegildo, de 112 también; el San Fernando, el Argonauta, el San
Agustín y la fragata Sabina. Unidos con la escuadra francesa, que tenía
cuatro navíos, tres fragatas y un bergantín, salimos de Algeciras para
Cádiz a las doce del día, y como el tiempo era flojo, nos
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