declamación de mi ama, que le había
citado bastantes veces con comentarios poco benévolos. Deseoso de
tomar parte en la conversación, para lo cual le autorizaba la confianza
que tenía en la casa, abrió la puerta y se presentó en el cuarto de mi
amo.
Antes de pasar adelante, quiero dar de éste algunas noticias, así como
de su hidalga consorte, para mejor conocimiento de lo que va a pasar.
-III-
D. Alonso Gutiérrez de Cisniega pertenecía a una antigua familia del
mismo Vejer. Consagráronle a la carrera naval, y desde su juventud,
siendo guardia marina, se distinguió honrosamente en el ataque que los
ingleses dirigieron contra la Habana en 1748. Formó parte de la
expedición que salió de Cartagena contra Argel en 1775, y también se
halló en el ataque de Gibraltar por el Duque de Crillon en 1782.
Embarcose más tarde para la expedición al estrecho de Magallanes en
la corbeta Santa María de la Cabeza, que mandaba Don Antonio de
Córdova; también se halló en los gloriosos combates que sostuvo la
escuadra anglo-española contra la francesa delante de Tolón en 1793, y,
por último, terminó su gloriosa carrera en el desastroso encuentro del
cabo de San Vicente, mandando el navío Mejicano, uno de los que
tuvieron que rendirse.
Desde entonces, mi amo, que no había ascendido conforme a su
trabajosa y dilatada carrera, se retiró del servicio. De resultas de las
heridas recibidas en aquella triste jornada, cayó enfermo del cuerpo, y
más gravemente del alma, a consecuencia del pesar de la derrota.
Curábale su esposa con amor, aunque no sin gritos, pues el maldecir a
la marina y a los navegantes era en su boca tan habitual como los
dulces nombres de Jesús y María en boca de un devoto.
Era Doña Francisca una señora excelente, ejemplar, de noble origen,
devota y temerosa de Dios, como todas las hembras de aquel tiempo;
caritativa y discreta, pero con el más arisco y endemoniado genio que
he conocido en mi vida. Francamente, yo no considero como ingénito
aquel iracundo temperamento, sino, antes bien, creado por los disgustos
que la ocasionó la desabrida profesión de su esposo; y es preciso
confesar que no se quejaba sin razón, pues aquel matrimonio, que
durante cincuenta años habría podido dar veinte hijos al mundo y a
Dios, tuvo que contentarse con uno solo: la encantadora y sin par
Rosita, de quien hablaré después. Por éstas y otras razones, Doña
Francisca pedía al cielo en sus diarias oraciones el aniquilamiento de
todas las escuadras europeas.
En tanto, el héroe se consumía tristemente en Vejer viendo sus laureles
apolillados y roídos de, y meditaba y discurría a todas horas sobre un
tema importante, es decir: que si Córdova, comandante de nuestra
escuadra, hubiera mandado orzar a babor en vez de ordenar la maniobra
a estribor, los navíos Mejicano, San José, San Nicolás y San Isidro no
habrían caído en poder de los ingleses, y el almirante inglés Jerwis
habría sido derrotado. Su mujer, Marcial, hasta yo mismo,
extralimitándome en mis atribuciones, le decíamos que la cosa no tenía
duda, a ver si dándonos por convencidos se templaba el vivo ardor de
su manía; pero ni por ésas: su manía le acompañó al sepulcro.
Pasaron ocho años después de aquel desastre, y la noticia de que la
escuadra combinada iba a tener un encuentro decisivo con los ingleses,
produjo en él cierta excitación que parecía rejuvenecerle. Dio, pues, en
la flor de que había de ir a la escuadra para presenciar la indudable
derrota de sus mortales enemigos; y aunque su esposa trataba de
disuadirle, como he dicho, era imposible desviarle de tan estrafalario
propósito. Para dar a comprender cuán vehemente era su deseo, basta
decir que osaba contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme
voluntad de; y debo advertir, para que se tenga idea de la obstinación
de mi amo, que éste no tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni
a los argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Magallanes, ni al mar
irritado, ni a los monstruos acuáticos, ni a la ruidosa tempestad, ni al
cielo, ni a la tierra: no tenía miedo a cosa alguna creada por Dios, más
que a su bendita mujer.
Réstame hablar ahora del marinero, objeto del odio más vivo por parte
de Doña Francisca; pero cariñosa y fraternalmente amado por mi amo
D. Alonso, con quien había servido.
Marcial (nunca supe su apellido), llamado entre los marineros
Medio-hombre, había sido contramaestre en barcos de guerra durante
cuarenta años. En la época de mi narración, la facha de este héroe de
los mares era de lo más singular que puede imaginarse. Figúrense
ustedes, señores míos, un hombre viejo, más bien alto que bajo, con
una pierna de palo, el brazo izquierdo cortado a cercén más abajo
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