que le queda... ¡Oh, San José bendito! Si en mis quince
hubiera sabido yo lo que era la gente de mar... ¡Qué tormento! ¡Ni un
día de reposo!
Se casa una para vivir con su marido, y a lo mejor viene un despacho
de Madrid que en dos palotadas me lo manda qué sé yo a dónde, a la
Patagonia, al Japón o al mismo infierno. Está una diez o doce meses sin
verle, y al fin, si no se le comen los señores salvajes, vuelve hecho una
miseria, tan enfermo y amarillo que no sabe una qué hacer para
volverle a su color natural... Pero pájaro viejo no entra en jaula, y de
repente viene otro despachito de Madrid... Vaya usted a Tolón, a Brest,
a Nápoles, acá o acullá, donde le da la gana al bribonazo del Primer
Cónsul... ¡Ah!, si todos hicieran lo que yo digo, ¡qué pronto las pagaría
todas juntas ese caballerito que trae tan revuelto al mundo!»
Mi amo miró sonriendo una mala estampa clavada en la pared, y que,
torpemente iluminada por ignoto artista, representaba al Emperador
Napoleón, caballero en un corcel verde, con el célebre redingote
embadurnado de bermellón. Sin duda la impresión que dejó en mí
aquella obra de arte, que contemplé durante cuatro años, fue causa de
que modificara mis ideas respecto al traje de contrabandista del grande
hombre, y en lo sucesivo me lo representé vestido de cardenal y
montado en un caballo verde.
«Esto no es vivir--continuó Doña Francisca agitando los brazos--. Dios
me perdone; pero aborrezco el mar, aunque dicen que es una de sus
mejores obras. ¡No sé para qué sirve la Santa Inquisición si no
convierte en cenizas esos endiablados barcos de guerra! Pero vengan
acá y díganme: ¿Para qué es eso de estarse arrojando balas y más balas,
sin más ni más, puestos sobre cuatro tablas que, si se quiebran, arrojan
al mar centenares de infelices? ¿No es esto tentar a Dios? ¡Y estos
hombres se vuelven locos cuando oyen un cañonazo! ¡Bonita gracia! A
mí se me estremecen las carnes cuando los oigo, y si todos pensaran
como yo, no habría más guerras en el mar... y todos los cañones se
convertirían en campanas. Mira, Alonso--añadió deteniéndose ante su
marido--, me parece que ya os han derrotado bastantes veces. ¿Queréis
otra? Tú y esos otros tan locos como tú, ¿no estáis satisfechos después
de la del 14?[3]
[Nota 3: Así se llamaba al combate del cabo de San Vicente. (N. del
A.)]
D. Alonso apretó los puños al oír aquel triste recuerdo, y no profirió un
juramento de marino por respeto a su esposa.
«La culpa de tu obstinación en ir a la escuadra--añadió la dama cada
vez más furiosa--, la tiene el picarón de Marcial, ese endiablado
marinero, que debió ahogarse cien veces, y cien veces se ha salvado
para tormento mío. Si él quiere volver a embarcarse con su pierna de
palo, su brazo roto, su ojo de menos y sus cincuenta heridas, que vaya
en buen hora, y Dios quiera que no vuelva a parecer por aquí...; pero tú
no irás, Alonso, tú no irás, porque estás enfermo y porque has servido
bastante al Rey, quien por cierto te ha recompensado muy mal; y yo
que tú, le tiraría a la cara al señor Generalísimo de mar y tierra los
galones de capitán de navío que tienes desde hace diez años... A fe que
debían haberte hecho almirante cuando menos, que harto lo merecías
cuando fuiste a la expedición de África y me trajiste aquellas cuentas
azules que, con los collares de los indios, me sirvieron para adornar la.
--Sea o no almirante, yo debo ir a la escuadra, Paquita--dijo mi amo--.
Yo no puedo faltar a ese combate. Tengo que cobrar a los ingleses
cierta cuenta atrasada.
--Bueno estás tú para cobrar estas cuentas--contestó mi ama--: un
hombre enfermo y medio baldado...
--Gabriel irá conmigo--añadió D. Alonso, mirándome de un modo que
infundía valor.
Yo hice un gesto que indicaba mi conformidad con tan heroico
proyecto; pero cuidé de que no me viera Doña Francisca, la cual me
habría hecho notar el irresistible peso de su mano si observara mis
disposiciones belicosas.
Ésta, al ver que su esposo parecía resuelto, se enfureció más; juró que si
volviera a nacer, no se casaría con ningún marino; dijo mil pestes del
Emperador, de nuestro amado Rey, del Príncipe de la Paz, de todos los
signatarios del tratado de subsidios, y terminó asegurando al valiente
marino que Dios le castigaría por su insensata temeridad.
Durante el diálogo que he referido, sin responder de su exactitud, pues
sólo me fundo en vagos recuerdos, una tos recia y perruna, resonando
en la habitación inmediata, anunciaba que Marcial, el mareante viejo,
oía desde muy cerca la ardiente
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