Tradiciones peruanas | Page 8

Ricardo Palma
terceras partes de los edificios, entre los
que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por las ruinas que aun
llaman la atención del viajero.
El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción.
Con frecuencia se le veía barriendo el piso de la iglesia de los
Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantar
en la solemne misa dominical, dándosele tres pepinillos de las
murmuraciones de la nobleza, que juzgaba tales actos indignos de un
grande de España.
Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que nadie pintase cruz

en sitio donde pudiera ser pisada; que todos se arrodillasen al toque de
oraciones; y escogió para padrino de uno de sus hijos al cocinero del
convento de San Francisco, que era un negro con un jeme de jeta y
fama de santidad.
Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar treinta
misas; y consagró, por lo menos, tres horas diarias al rezo del oficio
parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas, y
concurriendo al jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se le
anunciara.
Jamás se han vista en Lima procesiones tan espléndidas como las de
entonces; y Lorente, en su Historia, trae la descripción de una que se
trasladó desde palacio a los Desamparados, dando largo rodeo, una
imagen de María que el virrey había hecho traer expresamente desde
Zaragoza. Arco hubo en esa fiesta cuyo valor se estimó en más de
doscientos mil pesos, tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y
plata que lo adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento
barras de plata, que representaban más de dos millones de ducados.
¡Viva el lujo y quien lo trujo!
El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos,
marqués de Sarria y de Gátiva y duque de Taratifanco, que cifraba su
orgullo en descender de San Francisco de Borja, y que, a estar en sus
manos, como él decía, habría fundado en cada calle de Lima un colegio
de Jesuítas, apenas fué proclamado en Lima como representante de
Carlos II el Hechizado, se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza y
aprehendió a Salcedo.
El justicia contaba con poderosos elementos para resistir; pero no quiso
hacerse reo de rebeldía a su rey y señor natural.
El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso, tratándolo
durante la marcha con extremado rigor. En breve tiempo quedó
concluída la causa, sentenciado Salcedo a muerte, y confiscados sus
bienes en provecho del real tesoro.
Como hemos dicho, los jesuítas dominaban al virrey. Jesuíta era su

confesor el padre Castillo, y jesuítas sus secretarios. Las crónicas de
aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido
eficazmente al trágico fin del rico minero, que había prestado no pocos
servicios a la causa de la corona y enviado a España algunos millones
por el quinto de los provechos de la mina.
Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que le
permitiese apelar a España, y que por el tiempo que transcurriese desde
la salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de
Madrid, lo obsequiaría diariamente con una barra de plata.
Y téngase en cuenta no sólo que cada barra de plata se valorizaba en
dos mil duros, sino que el viaje del Callao a Cádiz no era realizable en
menos de seis meses.
La tentación era poderosa, y el conde de Lemos vaciló.
Pero los jesuítas le hicieron presente que mejor partido sacaría
ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.
El que más influyó en el ánimo de su excelencia fué el padre Francisco
del Castillo, jesuíta peruano que está en olor de santidad, el cual era
padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués de
Almuña e hijo del virrey.
Salcedo fué ejecutado en el sitio llamado Orcca-Pata, a poca distancia
de Puno.
III
Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace del proceso,
convocó a sus deudos y les dijo:
--Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado
muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad
cómo le vengáis.
Tres días después la mina de Laycacota había dado en agua, y su

entrada fué cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya podido
descubrirse el sitio donde ella existió.
Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo
estéril para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la codicia los
arrastrara.
Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es fama que se
sepultó viva en uno de los corredores de la mina.
Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que hoy se conoce con
el nombre del Manto. Este es un error que debemos rectificar. La
codiciada mina
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