Tradiciones peruanas | Page 9

Ricardo Palma
de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y
Cancharani.
El virrey, conde Lemos, en cuyo período de mando tuvo lugar la
canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su corazón
fué enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.
Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre gules.
En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo, alcanzaron
bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre y el título de
marqués de Villarrica para el jefe de la familia.

RACIMO DE HORCA
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIGÉSIMO VIRREY DEL PERÚ
I
Mi buen amigo y alcalde don Rodrigo de Odría:
Hanme dado cuenta de que, en deservicio de Su Majestad y en agravio
de la honra que Dios me dió, ha delinquido torpemente Juan de
Villegas, empleado en esta Caja real de Lima. Por ende procederéis,
con la mayor presteza y cuidando de estar a todo apercibido y de no

dar campo para grave escándalo, a la prisión del antedicho Villegas, y
fecha que sea y depositado en la cárcel de corte, me daréis inmediato
conocimiento.
Guarde Dios a vuesa merced muchos años.
EL CONDE DE CASTELLAR.
Hoy 10 de septiembre de 1676.
Sentábase a la mesa en los momentos en que, llamando a coro a los
canónigos, daban las campanas la gorda para las tres, el alcalde del
crimen don Rodrigo de Odría, y acababa de echar la bendición al pan,
cuando se presentó un alguacil y le entregó un pliego, diciéndole:
--De parte de su excelencia el virrey, y con urgencia.
Cabalgó las gafas sobre la nariz el honrado alcalde, y después de releer,
para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada, se
levantó bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como una
avispa:
--¡Hola, Güerequeque! Que se preparen ahora mismo tus compañeros,
que nos ha caído trabajo, y de lo fino.
Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el
comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la
ensalada esperaban que tuviese a bien hacerles los honores cotidianos.
Como se ve, el bueno de don Rodrigo no era víctima del pecado de
gula; pues su comida se limitaba a sota, caballo y rey, sazonados con la
salsa de San Bernardo.
--Ya me daba a mí un tufillo que este don Juan no caminaba tan
derecho como Dios manda y al rey conviene. Verdad que hay en él un
aire de tuno que no es para envidiado, y que no me entró nunca por el
ojo derecho a pesar de sus zalamerías y dingolodangos. Y cuando el
virrey que ha sido su amigote me intima que le eche la zarpa, ¡digo si
habrá motivo sobrado! A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas,

quien manda, manda, y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante,
que no hay más bronce que años once, ni más lana que no saber que
hay mañana.
Y plantándose capa y sombrero, y empuñando la vara de alcalde, se
echó a la calle, seguido de una chusma de corchetes, y enderezó a la
esquina del Colegio Real.
Llegado a ella, comunicó órdenes a sus lebreles, que se esparcieron en
distintas direcciones para tomar todas las avenidas e impedir que
escapase el reo, que, a juzgar por los preliminares, debía ser pájaro de
cuenta.
Don Rodrigo, acompañado de cuatro alguaciles, penetró en una casa en
la calle de Ildefonso, que según el lujo y apariencias no podía dejar de
ser habitada por persona de calidad.
Don Juan de Villegas era un vizcaíno que frisaba en los treinta y cinco
años, y que llegó a Lima en 1674 nombrado para un empleo de sesenta
duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y
cuatro hijos, que comían más que un cáncer en el estómago. De repente,
y sin que le hubiese caído lotería ni heredado en América a tío
millonario, se le vió desplegar gran boato, dando pábulo y comidilla al
chichisbeo de las comadres del barrio y demás gente cuya ocupación es
averiguar vidas ajenas. Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina.
Don Juan dormía esa tarde, y sobre un sofá de la sala, la obligada siesta
de los españoles rancios, y despertó, rodeado de esbirros, a la
intimación que le dirigió el alcalde.
--¡Por el rey! Dése preso vuesa merced.
El vizcaíno echó mano de un puñal de Albacete que llevaba al cinto y
se lanzó sobre el alcalde y su comitiva, que aterrorizados lo dejaron
salir hasta el patio. Mas Güerequeque, que había quedado de vigía en la
puerta de la calle, viendo despavoridos y maltrechos a sus compañeros,
se quitó la capa y con pasmosa rapidez la arrojó sobre la cabeza
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