Tradiciones peruanas | Page 7

Ricardo Palma
y su tierna hija Imasumac, y se
estableció con ellas en la falda del Laycacota, en el sitio donde en 1669
debía erigirse la villa de San Carlos de Puno.
Concluía la anciana de referir a su hijo esta tradición, cuando se
presentó ante ella un hombre, apoyado en un bastón, cubierto el cuerpo
con un largo poncho de bayeta, y la cabeza por un ancho y viejo
sombrero de fieltro. El extranjero era un joven de veinticinco años, y a
pesar de la ruindad de su traje, su porte era distinguido, su rostro
varonil y simpático y su palabra graciosa y cortesana.
Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a tal punto que se
hallaba sin pan ni hogar. Los vástagos de la hija de Pachacutec le
acordaron de buen grado la hospitalidad que demandaba.
Así transcurrieron pocos meses. La familia se ocupaba en la cría de
ganado y en el comercio de lanas, sirviéndola el huésped muy útilmente.
Pero la verdad era que el joven español se sentía apasionado de Carmen,
la mayor de las hijas de la anciana, y que ella no se daba por ofendida
con ser objeto de las amorosas ansias del mancebo.
Como el platonismo, en punto a terrenales afectos, no es eterno, llegó
un día en que el galán, cansado de conversar con las estrellas en la
soledad de sus noches, se espontaneó con la madre, y ésta, que había
aprendido a estimar al español, le dijo:
--Mi Carmen te llevará en dote una riqueza digna de la descendiente de
emperadores.
El novio no dio por el momento importancia a la frase; pero tres días
después de realizado el matrimonio, la anciana lo hizo levantarse de
madrugada y lo condujo a una bocamina, diciéndole:
--Aquí tienes la dote de tu esposa.

La hasta entonces ignorada, y después famosísima, mina de Laycacota
fué desde ese día propiedad de don José Salcedo, que tal era el nombre
del afortunado andaluz.
II
La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su hermano
don Gaspar atrajeron, en breve, gran número de aventureros a
Laycacota.
Oigamos a un historiador: «Había allí plata pura y metales, cuyo
beneficio dejaba tantos marcos como pesaba el cajón. En ciertos días se
sacaron centenares de miles de pesos».
Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los historiadores no
estuvieran uniformes en ellas.
Cuando algún español, principalmente andaluz o castellano, solicitaba
un socorro de Salcedo, éste le regalaba lo que pudiese sacar de la mina
en determinado número de horas. El obsequio importaba casi siempre
por lo menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos.
Pronto los catalanes, gallegos y vizcaínos que residían en el mineral
entraron en disensiones con los andaluces, castellanos y criollos
favorecidos por los Salcedo. Se dieron batallas sangrientas con variado
éxito, hasta que el virrey don Diego de Benavides, conde de
Santisteban, encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de
Almoguera, la pacificación del mineral. Los partidarios de los Salcedo
derrotaron a las tropas del obispo, librando mal herido el corregidor
Peredo.
En estos combates, hallándose los de Salcedo escasos de plomo,
fundieron balas de plata. No se dirá que no mataban lujosamente.
Así las cosas, aconteció en Lima la muerte de Santisteban, y la Real
Audiencia asumió el poder. El gobernador que ésta nombró para
Laycacota, viéndose sin fuerzas para hacer respetar su autoridad,
entregó el mando a don José Salcedo, que lo aceptó bajo el título de

justicia mayor. La Audiencia se declaró impotente y contemporizó con
Salcedo, el cual, recelando nuevos ataques de los vascongados, levantó
y artilló una fortaleza en el cerro.
En verdad que la Audiencia tenía por entonces mucho grave de que
ocuparse con los disturbios que promovía en Chile el gobernador
Meneses y con la tremenda y vasta conspiración del Inca Bohorques,
descubierta en Lima casi al estallar, y que condujo al caudillo y sus
tenientes al cadalso.
El orden se había por completo restablecido en Laycacota, y todos los
vecinos estaban contentos del buen gobierno y la caballerosidad del
justicia mayor.
Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey llegado
de España.
Era éste el conde Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los
historiadores, sólo faltaba sotana para ser completo jesuíta. En cerca
de cinco años de mando, brilló poco como administrador. Sus empresas
se limitaron a enviar, aunque sin éxito, una fuerte escuadra en
persecución del bucanero Morgán, que había incendiado Panamá, y a
apresar en las costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su
destrucción por los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en
1518, se trasladó al lugar donde hoy se encuentra. Dos voraces
incendios, uno en febrero de 1737 y otro en marzo de 1756,
convirtieron en cenizas dos
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