Tradiciones peruanas | Page 5

Ricardo Palma

El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuíta. Este continuó:

--Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto.
El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.
II
Suspendamos nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro de
la época del gobierno de don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, hijo
de Madrid, comendador de Criptana entre los caballeros de Santiago,
alcaide del alcázar de Segovia, tesorero de Aragón, y cuarto conde de
Chinchón, que ejerció el mando desde el 14 de enero de 1629 hasta el
18 del mismo mes de 1639.
Amenazado el Pacífico por los portugueses y por la flotilla del pirata
holandés Pie de palo, gran parte de la actividad del conde de Chinchón
se consagró a poner el Callao y la escuadra en actitud de defensa. Envió
además a Chile mil hombres contra los araucanos, y tres expediciones
contra algunas tribus de Puno, Tucumán y Paraguay.
Para sostener el caprichoso lujo de Felipe IV y sus cortesanos, tuvo la
América que contribuir con daño de su prosperidad. Hubo exceso de
impuestos y gabelas, que el comercio de Lima se vió forzado a
soportar.
Data de entonces la decadencia de los minerales de Potosí y
Huancavelica, a la vez que el descubrimiento de las vetas de Bombón y
Caylloma.
Fué bajo el gobierno de este virrey cuando, en 1635, aconteció la
famosa quiebra del banquero Juan de la Cueva, en cuyo Banco--dice
Lorente--tenían suma confianza así los particulares como el Gobierno.
Esa quiebra se conmemoró, hasta hace poco, con la mojiganga llamada
Juan de la Cova, coscoroba.
El conde de Chinchón fué tan fanático como cumplía a un cristiano
viejo. Lo comprueban muchas de sus disposiciones. Ningún naviero
podía recibir pasajeros a bordo, si previamente no exhibía una cédula
de constancia de haber confesado y comulgado la víspera. Los soldados

estaban también obligados, bajo severas penas, a llenar cada año este
precepto, y se prohibió que en los días de Cuaresma se juntasen
hombres y mujeres en un mismo templo.
Como lo hemos escrito en nuestro Anales de la Inquisición de Lima,
fué ésta la época en que más víctimas sacrificó el implacable tribunal
de la fe. Bastaba ser portugués y tener fortuna para verse sepultado en
las mazmorras del Santo Oficio. En uno solo de los tres autos de fe a
que asistió el conde de Chinchón fueron quemados once judíos
portugueses, acaudalados comerciantes de Lima.
Hemos leído en el librejo del duque de Frías que, en la primera visita
de cárceles a que asistió el conde, se le hizo relación de una causa
seguida a un caballero de Quito, acusado de haber pretendido
sublevarse contra el monarca. De los autos dedujo el virrey que todo
era calumnia, y mandó poner en libertad al preso, autorizándolo para
volver a Quito y dándole seis meses de plazo para que sublevase el
territorio; entendiéndose que si no lo conseguía, pagarían los delatores
las costas del proceso y los perjuicios sufridos por el caballero.
¡Hábil manera de castigar envidiosos y denunciantes infames!
Alguna quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando en
dos ocasiones promulgó bando contra las tapadas; las que, forzoso es
decirlo, hicieron con ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contra las
mujeres ha sido y será siempre sermón perdido.
Volvamos a la virreina, que dejamos moribunda en el lecho.
III
Un mes después se daba una gran fiesta en palacio en celebración del
restablecimiento de doña Francisca.
La virtud febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta.
Atacado de fiebres un indio de Loja llamado Pedro de Leyva bebió,
para calmar los ardores de la sed, del agua de un remanso, en cuyas

orillas crecían algunos árboles de quina. Salvado así, hizo la
experiencia de dar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros
de agua, en los que depositaba raíces de cascarilla. Con su
descubrimiento vino a Lima y lo comunicó a un jesuíta, el que,
realizando la feliz curación de la virreina, prestó a la humanidad mayor
servicio que el fraile que inventó la pólvora.
Los jesuítas guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudía
todo el que era atacado de terciana. Por eso, durante mucho tiempo, los
polvos de la corteza de quina se conocieron con el nombre de polvos de
los jesuítas.
El doctor Scrivener dice que un médico inglés, Mr. Talbot, curó con la
quinina al príncipe de Condé, al delfín, a Colbert y otros personajes,
vendiendo el secreto al gobierno francés por una suma considerable y
una pensión vitalicia.
Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina condesa de
Chinchón, señala a la quina el nombre que hoy le da la ciencia:
Chinchona.
Mendiburu dice que, al principio, encontró el uso de la quina fuerte
oposición en Europa, y que en Salamanca
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