dieron cuenta de todo al virrey,
quien después de oír leer el minucioso informe le dijo a su secretario:
--¡Pláceme el tema para un romance moruno! ¿Qué te parece de esto,
mi buen Estúñiga?
--Que vuecelencia debe echar una mónita a esos sandios golillas que no
han sabido hallar la pista de los fautores del crimen.
--Y entonces se pierde lo poético del sucedido--repuso el de Esquilache
sonriéndose.
--Verdad, señor; pero se habrá hecho justicia.
El virrey se quedó algunos segundos pensativo; y luego, levantándose
de su asiento, puso la mano sobre el hombro de su secretario:
--Amigo mío, lo hecho está bien hecho; y mejor andaría el mundo si, en
casos dados, no fuesen leguleyos trapisondistas y demás cuervos de
Temis, sino duendes, los que administrasen justicia. Y con esto, buenas
noches y que Dios y Santa María nos tengan en su santa guarda y nos
libren de duendes y remordimientos.
LOS POLVOS DE LA CONDESA
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL DECIMOCUARTO VIRREY DEL
PERÚ
(Al doctor Ignacio La-Puente.)
I
En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de
Lima plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes
religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro,
entonaban salmos y preces.
Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios
en que, sesenta años después, el virrey conde de la Monclova debía
construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a
la puerta lateral de palacio.
En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes, más o menos
caracterizados.
No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con
importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y
popular! o que, como en nuestros democráticos días, se estaba
realizando uno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto
término la justicia de cuerda y hoguera.
Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con
venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha
puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín
de palacio.
Hallábanse en él el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández
de Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos
reinos del Perú por S. M. don Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués
de Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una
puerta de escape, la que al abrirse dió paso a un nuevo personaje.
Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna,
zapatos de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo,
pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos
sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector
conocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.
El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en
calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la
ciencia que enseña a matar por medio de un récipe.
--¿Y bien, don Juan?--le interrogó el virrey, más con la mirada que con
la palabra.
--Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña
Francisca.
Y don Juan se retiró con aire compungido.
Este corto diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de
qué se trata.
El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde
su bellísima y joven esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la
que había desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de un
probable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintió
la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre
de terciana, y que era conocida por los Incas como endémica en el valle
de Rimac.
Sabido es que cuando, en 1378, Pachacutec envió un ejército de treinta
mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de
sus tropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de la
dominación europea, los españoles que se avecindaban en Lima
pagaban también tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos
sanaban sin específico conocido, y a no pocos arrebataba el mal.
La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de su
oráculo don Juan de Vega, había fallado.
--¡Tan joven y tan bella!--decía a su amigo el desconsolado esposo--.
¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volveríais a ver tu
cielo de Castilla ni los cármenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro,
Señor, un milagro!...
--Se salvará la condesa, excelentísimo señor--contestó una voz en la
puerta de la habitación.
El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de
Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.