Tradiciones peruanas | Page 3

Ricardo Palma
Soberano Congreso del Perú
el señor don Sixto Laza, para que se le declarase legítimo y único
representante del Inca Huáscar, con derecho a una parte de las huaneras,
al ducado de Medina de Ríoseco, al marquesado de Oropesa y varias
otras gollerías. ¡Carillo iba a costarnos el gusto de tener príncipe en
casa! Pero conste, para cuando nos cansemos de la república, teórica o
práctica, y proclamemos, por variar de plato, la monarquía, absoluta o
constitucional, que todo puede suceder, Dios mediante y el trotecito
trajinero que llevamos.
Refiriéndose a ese árbol genealógico, el primer almirante fué don
Manuel de Castilla, el segundo don Cristóbal de Castilla Espinosa y
Lugo, al cual sucedió su hijo don Gabriel de Castilla Vázquez de

Vargas, siendo el cuarto y último don Juan de Castilla y González, cuya
descendencia se pierde en la rama femenina.
Cuéntase de los Castilla, para comprobar lo ensoberbecidos que vivían
de su alcurnia, que cuando rezaban el Avemaría usaban esta frase:
Santa María, madre de Dios, parienta y señora nuestra, ruega por nos.
Las armas de los Castilla eran: escudo tronchado; el primer cuartel en
gules y castillo de oro aclarado de azur; el segundo en plata, con león
rampante de gules y banda de sinople con dos dragantes también de
sinople.
Aventurado sería determinar cuál de los cuatro es el héroe de la
tradición, y en esta incertidumbre puede el lector aplicar el mochuelo a
cualquiera, que de fijo no vendrá del otro barrio a querellarse de
calumnia.
El tal almirante era hombre de más humos que una chimenea, muy
pagado de sus pergaminos y más tieso que su almidonada gorguera. En
el patio de la casa ostentábase una magnífica fuente de piedra, a la que
el vecindario acudía para proveerse de agua, tomando al pie de la letra
el refrán de que agua y candela a nadie se niegan.
Pero una mañana se levantó su señoría con un humor de todos los
diablos, y dió orden a sus fámulos para que moliesen a palos a
cualquier bicho de la canalla que fuese osado a atravesar los umbrales
en busca del elemento refrigerador.
Una de las primeras que sufrió el castigo fué una pobre vieja, lo que
produjo algún escándalo en el pueblo.
Al otro día el hijo de ésta, que era un joven clérigo que servía la
parroquia de San Jerónimo, a pocas leguas del Cuzco, llegó a la ciudad
y se impuso del ultraje inferido a su anciana madre. Dirigióse
inmediatamente a casa del almirante; y el hombre de los pergaminos lo
llamó hijo de cabra y vela verde, y echó verbos y gerundios, sapos y
culebras por esa aristocrática boca, terminando por darle una soberana
paliza al sacerdote.

La excitación que causó el atentado fué inmensa. Las autoridades no se
atrevían a declararse abiertamente contra el magnate, y dieron tiempo al
tiempo, que a la postre todo lo calma. Pero la gente de iglesia y el
pueblo declararon excomulgado al orgulloso almirante.
El insultado clérigo, pocas horas después de recibido el agravio, se
dirigió a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen de
Cristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V. Terminada su oración,
dejó a los pies del Juez Supremo un memorial exponiendo su queja y
demandando la justicia de Dios, persuadido que no había de lograrla de
los hombres. Diz que volvió al templo al siguiente día, y recogió la
querella proveída con un decreto marginal de Como se pide: se hará
justicia. Y así pasaron tres meses, hasta que un día amaneció frente a la
casa una horca y pendiente de ella el cadáver del excomulgado, sin que
nadie alcanzara a descubrir los autores del crimen, por mucho que las
sospechas recayeran sobre el clérigo, quien supo, con numerosos
testimonios, probar la coartada.
En el proceso que se siguió declararon dos mujeres de la vecindad que
habían visto un grupo de hombres cabezones y chiquirriticos, vulgo
duendes, preparando la horca; y que cuando ésta quedó alzada,
llamaron por tres veces a la puerta de la casa, la que se abrió al tercer
aldabonazo. Poco después el almirante, vestido de gala, salió en medio
de los duendes, que sin más ceremonia lo suspendieron como un
racimo.
Con tales declaraciones la justicia se quedó a obscuras y no pudiendo
proceder contra los duendes, pensó que era cuerdo el sobreseimiento.
Si el pueblo cree como artículo de fe que los duendes dieron fin del
excomulgado almirante, no es un cronista el que ha de meterse en
atolladeros para convencerlo de lo contrario, por mucho que la gente
descreída de aquel tiempo murmurara por lo bajo que todo lo
acontecido era obra de los jesuítas, para acrecer la importancia y
respeto debidos al estado sacerdotal.
III

El intendente y los alcaldes del Cuzco
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