cas� con Pitia y con ella tuvo una hija. Adem�s, luego de enviudar, recibi� en su casa a otra mujer, Herpilis, que le dio un segundo hijo, Nic�maco. Por el cari�o con que en su testamento habla de las dos, podr�amos deducir que ambas uniones fueron felices: el estagirita dispuso que los restos de su esposa fuesen colocados al lado de los suyos, y dej� parte de su herencia a Herpilis. Sin embargo, para corroborar cu�n arriesgada estaba la idea de la incompatibilidad entre actividad filos�fica y presencia femenina, basta ver c�mo los siglos le achacaron al inocente �maestro de los que saben� una tradici�n denigratoria que difundir�a una imagen poco edificante de sus relaciones con el otro sexo. Se trata del tema de Arist�teles y F�lida, del sabio y la bella cortesana, retomado, a trav�s de la intermediaci�n �rabe, de una veta oriental (Pa�catantra) presente en distintos cuentos medievales y representaciones art�sticas, entre ellas una c�lebre xilograf�a de Hans Baldung Grien. La encantadora F�lida distrae con sus gracias al joven Alejandro, cuya educaci�n hab�a sido confiada por su padre Filipo, rey de Macedonia, a Arist�teles. �ste se queja al rey, que le proh�be al fogoso adolescente verse con la hermosa muchacha. En venganza, �sta le promete al fil�sofo sus gracias, a condici�n de que �l, andando a gatas, se deje cabalgar por ella. Seducido por sus encantos, Arist�teles acepta ignorante de que la astuta joven hab�a informado al rey del espect�culo. Convertido en el hazmerre�r de la corte maced�nica, el gran pensador, avergonzado se retira entonces a una isla, para escribir un tratado sobre la perfidia femenina. No es que posteriormente las relaciones entre los fil�sofos y las mujeres hayan mejorado, ni siquiera en la era moderna. Incluso el mismo Kant, exponente m�ximo del iluminismo, que eleva a principio el coraje de usar el propio intelecto contra todo preconcepto y autoridad, parece perder con las mujeres la luz de la raz�n. Es cierto que este fil�sofo emancipa a la mujer de la sumisi�n primitiva y bestial al hombre, concedi�ndole el derecho de la �galanter�a�, es decir la �libertad de tener varios amantes�. Pero, por otro lado, le niega el derecho al voto, acumulando, con gran prosopopeya, una serie de prejuicios, iron�as e impertinencias sobre el sexo femenino, que presenta como el resultado cient�fico de una �antropolog�a pragm�tica�. �Un ejemplo?: �Las cualidades de la mujer se denominan debilidades�. Otro m�s: �El hombre es f�cil de descubrir; la mujer, por el contrario nunca devela su secreto, pese a que (por su locuacidad) dif�cilmente puede guardar el de otros�. O este: �Con el matrimonio la mujer se libera, el hombre pierde su libertad�. Y sobre la cultura
5. EL ARTE DE TRATAR A LAS MUJERES femenina: �Las mujeres eruditas usan los libros casi como reloj de esos que llevan para mostrar que tienen uno, as� muchas veces no ande o est� desajustado�.1 Y como esos, m�s. Cabe aqu� pensar que en asunto de mujeres el insospechable Kant ha sido el modelo de las maldades de Schopenhauer y Nietzsche. De todas formas, es bien sabido que, en mujeres y en amor, los grandes fil�sofos no son generalmente muy diestros. Si al cabo deciden meterse en ello, caen en desdichas, l�os y desastres: Abelardo con Elo�sa, Nietzsche con Lou, Weber con Else, Scheler con sus muchas amantes, Heidegger con Hannah, Wittgenstein con Marguerite. No viene al caso continuar con la vergonzosa lista, mitigada s�lo en parte por algunos exempla in contrarium: el amor de Schelling por Caroline, el idilio de Comte con Clotilde, la simbiosis de Simmel con Gertrud (autora, tras un seud�nimo, de importantes libros), y el arrollador encuentro entre Bataille y Laure. EL CASO SCHOPENHAUER Todo lo anterior se resume en una sencilla y �nica recomendaci�n hermen�utica: durante la lectura del presente tratado hay que tener presentes los condicionamientos y las circunstancias, es decir, el gran peso de la tradici�n machista y los prejuicios at�vicos que gravitan sobre la pluma de Schopenhauer. No obstante, hay que reconocerle, al menos, el m�rito de haber tomado en serio el problema de la relaci�n entre la filosof�a y las mujeres. Despu�s de �l, y despu�s de Nietzsche, ya no ser� posible ignorar este problema.2 A decir verdad, ya en los tiempos de Schopenhauer el clima estaba cambiando. Las grandes figuras femeninas del iluminismo y del romanticismo hab�an demostrado, con sobradas evidencias, la necesidad de extirpar el machismo desde sus ra�ces, dando curso a lo que ser�a la �gran marcha de la mujer hacia la emancipaci�n�. Desde que el joven Friedrich Schlegel, en su obra Diotima (1795), hab�a elevado la figura femenina de El banquete plat�nico a modelo para la nueva mujer que busca en el eros su propia realizaci�n, pero sobre todo despu�s de Lucinda (1799), la novela cuya inspiraci�n no era
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