del gas le volvía más pálido y se?alaba sus profundas ojeras, esa huella de las malas noches que no puede ocultarse. El, mientras hacía jugar el resorte del claque, ensayaba la petitoria de ordenanza, algo para llevar en el bolsillo, dos pesos siquiera, que le prometía devolver intactos; como después del teatro, es fuerza ir a tomar cualquier cosa al café y cuando llega el momento de pagar al mozo, es costumbre echar mano a la cartera, discutiendo con los amigos el mejor derecho a satisfacer el gasto, él, siempre que llegaba el caso, mostraba el billete sin soltarlo, mientras daba tiempo al vecino de saldar cuentas. ?Qué papel iba a hacer aquella noche si no tenía dinero que mostrar! dos pesos siquiera... la tía era bastante rica, porque poseía su rentita de las cédulas hipotecarias y el alquiler de la casita aquella. ?Buen alquiler te dé Dios! cien pesos, que el inquilino, un herrero con más hijos que días tiene el a?o, no le pagaba nunca, siempre llorando lástimas y pidiendo prórrogas. Sí, ?pero las cédulas? eso es seguro.
--Tiíta Silda, se los devolveré intactos.
Así decía siempre, y luego venía con esto y con lo otro, pero con las manos vacías. ?Qué había hecho de los veinte pesos de la semana anterior? Quilito, con la cara muy afligida, dijo que los había gastado en muchas cosas, en muchísimas cosas, en libros, por ejemplo... Bien está, le prestaría los dos pesos, pero con la condición que no había de tirarlos de mala manera. Y mientras el joven intentaba hacerla dar unas vueltas de vals, en se?al de regocijo, ella le espetaba el sermoncito con que solía sazonar sus dádivas. Más seriedad y más contracción al estudio; la vida que llevaba, no era conveniente para un mocoso que no tenía pelo de barba; aquellas trasnochadas frecuentes, sobre todo, debían concluir, por su salud y por su nombre. Que no le viniera con dianas, que ella se sabía bien que a las tantas no se vuelve de la iglesia, y no pusiera en el duro trance a su padre de quitarle la llave de la puerta de calle que, por mal de sus pecados, había conseguido ella se le diera antes de cumplir los catorce a?os. Luego, ?menos gastos! ?si en aquella casa nunca se acababa de pagar sus cuentas! ?se figuraba, acaso, que tenían algún tesoro escondido? Ni la rentita de las cédulas, ni el sueldo de don Pablo alcanzaban para cubrirlas. La situación de la familia no permitía aquellas ruinosas liberalidades, de que él abusaba; ?a dónde iban a parar por aquel camino? El joven dió un bostezo.
--?Tiene usted, tiíta, el dinero a mano?--preguntó.
Y mientras la se?ora buscaba en el bolsillo, él largó las botaratadas con que siempre respondía a tales prédicas: si no había que apurarse por tan poca cosa, cuando él trabajaba por echar los cimientos de la fortuna de la familia, y lo conseguiría en un dos por tres, porque además de sus operaciones de Bolsa, tentaba al demonio de la lotería, comprando un numerito en cada jugada. Ya verían cuando entrara por aquellas puertas, con la gran noticia: ?el número tantos, su número, con tantos miles de miles de premio! ?o en tal venta de acciones, han resultado cuántos millones de ganancia! todo así, de la noche a la ma?ana. Hacerse rico de otro modo, no tiene gracia. Se desloma uno sobre el yunque, suda el quilo, gasta su juventud, y cuando la mano tiembla y el cuerpo no puede tenerse en pie, alcanza el fruto de su trabajo, ?de qué le sirve entonces? ?para pagarse el responso y hacer gozar a los demás! No se vería él en ese espejo. Mascar mientras haya dientes, porque a boca desportillada sabe mal el mejor bocado. Pronto iba a cumplir veinte a?os: pues antes, mucho antes de cumplirlos, sería rico o por lo menos estaría en vía de serlo. Y entonces...
--?No le digo a usted nada, tiíta, no le digo nada!
La se?ora le oía y se reía. ?Qué cabeza más destornillada! era un tarambana, y nunca haría cosa de provecho, si no tenía más juicio y no dejaba de lado aquellas ideas de fortunas improvisadas, que le quitaban el sue?o. Dióle el billete de dos pesos, que sacó de su cartera de tafilete, a tiempo que don Pablo Aquiles golpeaba las manos en la puerta del comedor, impaciente. Tía y sobrino bajaron la escalerilla, encontrando en el patio a Pampa, que pasaba con la sopera humeante en las manos; ya don Pablo Aquiles se había sentado a la cabecera de la mesa y desdoblaba con calma la servilleta.
--?Qué es esto, caballerito? ?cómo se hace usted esperar!
Minia Casilda ocupó su asiento, mientras Quilito sacaba los guantes del bolsillo interior de su abrigo, arrojando de paso una mirada a la mal
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