debe desperdiciarse. El tenía una butaca, que le había regalado, ?a qué no sabía quién? ?Jacintito Esteven! Este nombre hizo en la tía el efecto de una picadura. Si ya sabía que andaba en grande con el chico de Esteven, pero ella no se lo perdonaba, porque no debía olvidar que aquella familia era enemiga de la suya y la causante de la triste situación en que se hallaban.
--Pero, ?qué culpa tiene Jacintito, tía Silda? Es un excelente muchacho, muy alegre y muy trabajador, a pesar de su fortuna; ?ha puesto un escritorio de corretajes en la calle Piedad!
Con la tía Goya era otra cosa; él no la saludaba, y en cuanto a don Bernardino, no hacía aún dos días le había tomado la acera, dispuesto a armar camorra. Bien sabía Jacinto que él no podía verles, a causa de los disgustos de familia, pero no por eso eran menos amigos; todas las tardes se reunían en el escritorio, y allí discutían si debían entrar o no en la jugada bursátil del día. Porque él jugaba en la Bolsa, sí, se?or, convencido de que la carrera de abogado no le sacaría nunca de pobre, y de que, después de mucho romperse la cabeza, alcanzaría un título, que no sirve de otra cosa, que para adorno del apellido, y se vería obligado a mendigar un empleo, que no conseguiría sino a fuerza de hacer antesala a mucho tipo con influencia y sin educación, y de gastar saliva y paciencia. El tenía que ser rico, abrigaba el firme propósito de serlo y lo sería. Y del modo más fácil, sin matarse trabajando, ni vaciándose el cerebro; sin que sufran ni los brazos ni los sesos; juego a la alza, sube el oro, gano; juego a la baja, baja el oro, gano. Y se necesita ser muy torpe y muy desgraciado, para que suceda lo contrario. Si la suerte le favorecía, bueno; si no... se pegaba un tiro. Tan cierto, como ahora es de noche.
Misia Casilda tomó a lo serio aquello y se asustó. ?Vaya un bonito modo de pensar! Quién le metía a él en la Bolsa, sin experiencia y sin fondos, porque, sin duda, para comprar oro y comprar acciones, y jugar a la baja o a la alza, como él decía, se necesita tener con qué; lo mismo que en la ruleta de los garitos. El joven se rió.
--Pues no, no se necesita, y ahí está la gracia. Se da orden al corredor de comprar tanto o cuanto, y una vez hecha la operación y llegado el día de liquidar, se deducen las ganancias o las pérdidas, y en caso de mala suerte se paga o no se paga.
Perfectamente. Para pagar se necesita dinero y para no pagar, no tener vergüenza, y como ella sabía, que escaseaba tanto de lo uno, como le sobraba lo otro, pues no podía creerse otra cosa, le aconsejaba que se dejara de alzas y de bajas y se ocupara seriamente de sus estudios, que debían andar muy descuidados con aquella manía de la Bolsa, que le había entrado. Si no hay cosa mejor que ganarse el pan honradamente, por sus cabales, con tesón, sin impaciencias ni desfallecimientos, que así se va lejos, y de golpe y porrazo no puede hacerse nada bueno. Quilito volvió a reírse.
--Mire usted, tía, no de otra manera se hacen fortunas en Buenos Aires; ahí tiene a fulano, a zutano y a mengano: ?dónde se han hecho ricos? ?detrás de un mostrador? No, en la Bolsa. Ayer no poseían un centavo y hoy se les saca el sombrero. Yo quiero hacer como ellos y ser como ellos.
Bien se veía que el tal Jacintito le había imbuído aquellas ideas; ?si siendo Esteven no podía ser bueno! Quilito ensayaba el frac delante del espejo. ?Cuán equivocada estaba! era excelente... y luego tan cari?oso con sus hermanas, y Susana y Angelita se lo merecían todo, francamente. ?No le parecía que los faldones no caían bien?
--Lo que no cae bien--replicó con acritud misia Casilda,--es tanto elogio de osa gente en tu boca.
--Convénzase usted, tía, que es porque no les conoce; los viejos serán todo lo que usted quiera, pero los hijos son diferentes.
Susana y Angelita eran las muchachas más bonitas de Buenos Aires, sin exageración; en Palermo no se veía nada mejor. Luego, con una educación de primera, amables, sencillas... Siguió ensartando alabanzas, hasta que la se?ora se impacientó.
--Mira, Quilito, que no seremos amigos, si no dejas ese tema; ya sabes cuánto me desagrada.
--?Oh! tiíta Silda... ?pues no faltaba más!
Estampó un beso sonoro en la lustrosa mejilla de la se?ora, acompa?ado de cari?osos palmoteos en la espalda.
--Eres un loco, ?cuándo sentarás el juicio?
No le quitaba ojo, admirada de su aire desenvuelto y de lo bien que le caía el traje de etiqueta; la luz
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