provista mesa: el mantel, remendado a trechos, no alcanzaba a cubrirla; la vajilla era de loza, tan maltratada, que el borde de los platos parecía haber estado expuesto a los mordiscos de hambrientos canes; los cubiertos, desdentados los tenedores y gastados los cuchillos.
--Yo no como aquí--dijo el joven, enfundando las manos en sus guantes, como en el Café de París, con unos amigos.
?Muy bien! ?y para eso había hecho esperar tanto tiempo? ?Ir a comer fuera, cuando la tía se había esmerado tanto en la confección de aquellos hojaldres, que olían deliciosamente, recién saliditos del horno! Quilito dijo que tenía un compromiso anterior con los tales y los cuales, citando media docena de nombres del más legítimo high-life, y mientras sacaba con negligencia un grueso habano y se disponía a encenderlo, a?adió, dirigiéndose a su padre:
--Esta tarde encontré a tu jefe, el Subsecretario, y me preguntó si estabas enfermo; le dije que sí, ?he hecho mal?
--No, se?or, perfectamente.
?De qué otro modo disculpar su falta? Ya se encontraría bueno al día siguiente, para preparar la mejor excusa. Tomó una fuente de manos de Pampa, y al colocarla sobre la mesa, insistió sobre aquello de los hojaldres:
--?Ea, anímate, muchacho! que esto vale más que tus trufas del Café de París.
--Si él es muy francés--dijo la tía,--y desprecia estas cosas.
Don Pablo Aquiles le miraba sonriendo y no se hartaba de contemplarle; ?qué buen mozo y qué elegante era! tenía los ojos de su madre, aquella Pilar tan amada, que tanto le había hecho sufrir, y también su genio, un polvorín de explosiones sin consecuencia. Entretanto, el joven había tomado pie del dicho de misia Casilda, para fundar sus teorías gastronómicas y anonadar con sus invectivas a la humilde cocina casera... mucha grasa, mucho aceite y ningún aparato; una fuente que se presenta en la mesa sin adorno, es como un comensal que se sienta en mangas de camisa. La se?ora empezó a toser, a causa del humo del cigarro; daban las siete.
--Buenas noches--dijo Quilito.
Y salió, haciendo resonar sus tacones sobre las losas del patio.
--?Que te diviertas!--gritó el padre.
--?Que no vuelvas tarde!--apuntó la tía.
Concluyó tristemente la modesta comida; con el último bocado se levantaron y Pampa entró a quitar la mesa. Siempre sucedía lo mismo, cuando faltaba el ni?o; era él el alma, la luz, el calor y la alegría de la casa, y sabía con su picante charla entretener a los viejos, que babeaban, escuchándole; ?qué de cosas refería, qué ideas las suyas y qué pico de oro aquél!
--Casilda--dijo don Pablo Aquiles a su hermana,--voy a salir; cuidado con la reja del zaguán, y no dormirse hasta que yo vuelva, que no será tarde.
Abrigado en su ruso, que llevaba más de seis inviernos encima, salió a dar su paseíto higiénico de costumbre; podía él perder la sobremesa, y aún la lectura de los diarios vespertinos, pero no su paseo de digestión, que ocupaba lugar preferente en su programa de cada día.
Nadie hubiera dicho que era aquélla, noche de popular regocijo, en que se celebraba una fecha memorable, tales eran la soledad, la tristeza y el silencio de la calle. Verdad es que la casa de don Pablo Aquiles quedaba un poco al oeste y lejos, por lo tanto, del centro del bullicio, pero él pensaba lo que era en sus tiempos aquella fiesta: de día, pruebas, palo jabonado, rompe-cabezas en la Plaza de la Victoria, y fuegos artificiales, por la noche. ?Qué digo en sus tiempos? hasta hace poco se cumplía idéntico programa. Pero, como si la ciudad se avergonzara de que el extranjero la vea celebrar sus solemnidades a la moda de aldea, aquellos populares festejos se han desterrado a los barrios extremos, y ha quedado la gran plaza solitaria y fría, en medio de los resplandores de sus luces de gas. Don Pablo Aquiles no estaba por estas innovaciones; pensaba en el entusiasmo que presidía entonces a las fiestas: en las pruebas, de día; en los fuegos, de noche, que servían de pretexto para animada tertulia, no de soldados y ni?eras, compadritos y pilluelos, sino de damas principalísimas, que no tenían a menos descender de sus salones a la arena de la plaza. ?Cuánta mirada de amor, cambiada entre dos volteretas del acróbata! ?Cuánto pacto amoroso, sellado durante el colosal incendio de un castillo de colores! ?Qué alegría entonces! los balcones ostentaban colgaduras y las ventanas ramos de olivo y de laurel; las músicas recorrían las calles, y el himno nacional resonaba en todas partes; dentro de su pecho, cantaba también el amor su himno y el nombre de Pilar aparecía asociado al de la patria en aquel día de tantas emociones. Después... los desenga?os, la miseria, la vejez. ?Qué mucho que le pareciera ahora, todo negro y todo triste? Pero él no lo atribuía al lente de su pesimismo, y
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