Quilito | Page 5

Carlos Maria Ocanto
pues el gas está cada día más caro. Aquí, una copa se quejó tan dolorosamente entre los dedos de la se?ora, que cayó partida en dos sobre el mantel, detalle en que no paró mientes misia Casilda, tan sobreexcitada y fuera de sí estaba. ?Si le parecía que fué ayer la muerte de Pilar; la venta de la casa paterna, calle de Méjico; la desaparición de muebles, alhajas y efectivo entre las manos de don Bernardino, el albacea de la testamentaría, el depositario de la confianza de los tres herederos! ?que fué ayer cuando quedaron casi sin techo, obligado él, don Pablo, a acudir a la influencia de los amigos, para calzar un empleíto, que ayudara a tirar adelante! que fué ayer cuando Esteven, con el luto todavía del suegro, se presentó en la casa, y después de mucho preámbulo y mucho carraspear, les mostró no sé qué papelotes y leyó no sé qué cuentas... total, que les entregó unos veinte mil pesos, la parte de la herencia que les correspondía; pues lo demás se había ido entre escribanos, abogados y papel sellado. Entretanto, los Esteven subían, subían y subían, como globo hinchado por el gas, y hoy era una casa en tal parte, y ma?ana dos y luego tres, coche, palco, caballos y mucho ruido y mucha bambolla. ?De dónde salían estas misas? ?Era de los negocitos del marido, de los picholeos equívocos, de la jugarreta de Bolsa? A otro, que no cuela. En dos a?os que duró el arreglo de la testamentaría, por el incidente aquel del pretendido hijo natural, don Bernardino había encontrado medio de acapararlo todo, de devorarlo todo, insaciable, como lobo hambriento. ?Diríase que hay un Dios para los pícaros! Y don Pablo Aquiles que escuchaba, en silencioso coloquio con las cigüe?as de la pantalla, cerró el capítulo de las lamentaciones de su hermana, exclamando sentenciosamente:
--Lo que hay, Casilda, lo que hay, es que los pillos reciben su recompensa en este mundo y los buenos tienen que esperar al otro para alcanzarla, y según es ésta de problemática y aquélla de positiva, casi le vienen a uno ganas de encanallarse, ya que de los pillos es el reino de la tierra.
Catalina, la genovesa, avisó una vez más que la comida se pasaba.
--?Y ese Quilito? ?qué hace ese muchacho?
--Iré yo a llamarle--dijo la se?ora.
Salió y subió a las habitaciones altas, donde encontró al ni?o de la casa, a medio vestir todavía, plantado delante del armario de luna, a tirones con la corbata, que no conseguía poner a su gusto.
--Pero, ?Quilito!--dijo la se?ora en la puerta,--?acabarás?
--Entre usted, tiíta Silda, así me ayudará a atar la corbata.
Era él delgaducho y endeble, rubito y anémico, los ojos azules, muy grandes y muy abiertos, ojos de tonto o de inocente, como angelote de retablo; estatura, menos que regular; se?as particulares, ninguna... al parecer. El cuarto era una liorna: las prendas de vestir se veían desparramadas por el suelo y sobre los muebles; todos los cajones abiertos y el espejo del lavabo tan salpicado del agua de la palangana, que parecía sudar de fatiga; un ligero tabique dividía la habitación en dos: la primera hacía las veces de despacho o pieza de estudio, con una mesa en el centro, en que andaban revueltos los libros y los papeles, advirtiéndose más novelas que textos y más álbumes de fotografías que cuadernos de apuntes; y la segunda, alcoba y gabinete a un tiempo, con el techo muy bajo y las puertas muy estrechas; todo modesto, casi humilde, pero aseadísimo, como que la escoba y el plumero de Pampa hacían maravillas, bajo la inteligente dirección de misia Casilda.
--Vamos a ver esa corbata--dijo la complaciente tía,--y acabemos de una vez, que tu padre espera.
Y mientras anudaba los lazos a su gusto, con tal esmero que ponía en ello sus cinco sentidos, el joven, con la cabeza echada atrás para facilitar la operación, se impacientaba porque aquello concluía nunca. Al fin estuvo listo, se miró y se remiró; ahora el chaleco, luego, el frac...
--?Sabe usted, tía, que me ajusta un poco? ?Qué sastres!
Entretanto, la se?ora había quedado parada delante de un grabado puesto en la cabecera de la cama, en lugar de la imagen de San Pablo, que yacía descolgada irreverentemente de su clavo. Y había por qué quedarse parado, pues el tal cuadrito representaba una dama en traje tan primitivo, que no podía darse más, ?qué horror!
--Pero, ?Quilito!--exclamó la tía escandalizada,--y aquí entra esa criatura y verá esta vergüenza.
Y él, sin volverse, muy tranquilo:
--Si es la Verdad, tía, o la Fuente, que no lo sé bien, ?puede darse nada más natural?
Indudablemente, en cuanto a natural, lo era, y aun sobraba.
--?Cómo estará Colón esta noche, tía!
?Por qué no iba ella a la cazuela? Mucho calor y mucha gente, pero una noche de las fiestas Mayas no
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