Pequeñeces | Page 5

Luis Coloma
que envenenan, No quiero goces que a mi
Madre apenan, ¡No quiero ser así!
En los escollos de esta mar bravía Yo no quiero sin gloria sucumbir;
Yo no quiero que llores por mí un día; No quiero que me llores, Madre
mía... ¡No quiero ser así!
Y mientras yo responda a tu reclamo, Mientras me juzgue con tu amor
feliz, Y ardiendo en este afecto en que me inflamo, Te diga muchas
veces que te amo, ¿Te olvidarás de mí?
¡Ah, no, dulce recuerdo de mi vida! Siempre que luche en peligrosa lid,

Siempre que llore mi alma dolorida, Al recordar mi adiós de despedida,
¡Te acordarás de mí!
Y en retorno de amor y fe sincera, Jamás sin tu recuerdo he de vivir.
Tuya será mi lágrima postrera... ¡Hasta que muera, Madre; hasta que
muera Me acordaré de ti!
Tú en pago, Madre, cuando llegue el plazo De alzar el vuelo al celestial
confín, Estrechándome a ti con dulce abrazo, No me apartes jamás de
tu regazo. ¡No me apartes de ti!
Calló el niño, y no resonó un aplauso; sólo estalló un sollozo, un
inmenso sollozo que pareció salir de mil pechos por una sola boca,
arrastrando los encontrados afectos de amor, ternura, vergüenza,
entusiasmo, piedad y arrepentimiento, que en aquellos corazones había
despertado la cándida vocecita del niño... A una señal del rector,
lanzáronse todos los que en el estrado estaban en brazos de sus padres,
estallando entonces una verdadera tempestad de besos, gritos, abrazos,
bendiciones, llantos de alegría y gemidos de gozo. Sólo el niño que
había declamado los versos quedó solitario en su asiento, sin padre ni
madre que le recibieran en sus brazos; la pobre criatura dirigió una
larga mirada al dichoso grupo, y con sus premios en la mano, salió
lentamente por una ancha galería en que comenzaban a amontonar ya
los criados los equipajes de los niños que se marchaban. Había en un
extremo un gran mundo con las iniciales F. L. en la tapa, y sobre él se
sentó el niño como esperando algo, con los premios al lado, la cabeza
baja y la gorrita en la mano, triste, silencioso, inmóvil. La alegre
algazara del salón llegaba a sus oídos, y poco a poco fuese levantado su
pechito, hinchóse su garganta y rompió a llorar amargamente, en
silencio, sin sollozos, sin suspiros, como lloran los que tienen en el
corazón el manantial de sus lágrimas. Los criados comenzaban ya a
cargar los equipajes, y los grupos de padres y niños se dirigían a la
puerta con alegre barullo, sin que nadie reparase en el niño solitario, a
veces, un compañero le daba al pasar una palmada cariñosa, o un
profesor que corría apresurado le enviaba una sonrisa, y el niño sonreía
también sorbiéndose las lágrimas.
Una señora gorda, de aspecto bondadoso, hallóse en aquellas apreturas

al lado del niño, llevando de la mano a un chiquillo gordinflón que sólo
había obtenido un premio de gimnasia. Notó este las lágrimas de su
compañero, y tirando de las faldas a la señora, le dijo al oído:
--Mamá... mamá... Luján está llorando.
--¿Por qué lloras, hijo?--le preguntó la señora compadecida--. ¡Si has
declamado muy bien! ¿No has sacado premio?
Púsose el niño muy encarnado y, levantando la cabeza con infantil
orgullo, contestó mostrando los que junto a sí tenía:
--Cinco... y dos excelencias...
--Digo... ¿Cinco premios y todavía lloras?...
El niño no contestó; bajó la cabeza como avergonzado, y de nuevo
corrieron sus lágrimas.
--Pero, ¿qué tienes, hijo?--insistió la señora--. ¿Estás malo?... ¿Por qué
lloras?
Un inmenso desconsuelo, que desgarraba el alma en aquella carita de
ángel, se pintó en las facciones del niño; con los dientecillos apretados
y los ojos rebosando lágrimas y amarguras, contestó al cabo:
--Porque estoy solo. Mi mamá no ha venido. ¡Nadie ha visto mis
premios!...
La señora pareció comprender toda la profunda amargura que encerraba
aquel sencillo lamento. Saltáronsele las lágrimas, y mientras con una
mano acariciaba la rubia cabeza del niño, apretaba con la otra contra su
seno la de su hijo, como si temiese que pudiera faltarle alguna vez
aquel blando regazo.
--¡Ángel de Dios!--decía al mismo tiempo--. ¡Pobrecito mío!... Tú
mamá no habrá podido venir; estará fuera, sin duda... ¿Cómo se
llama?...

--La condesa de Albornoz--respondió el niño.
Una violenta expresión de ira se pintó en el rostro de la señora al oír
este nombre; volvióse bruscamente hacia una joven que la acompañaba,
y exclamó con más impetuosidad que prudencia:
--Pero, ¿has visto?... ¡Si esto clama al cielo!... ¡Pícara madre! ¡Pícara
madre!... Mientras este ángel llora, estará ella escandalizando a Madrid
como acostumbra.
--¡Calla mujer!--replicó la otra, mirando con inquietud al niño...
--Pero ¿quién ve con paciencia esto?... ¡Lástima de hijo para tal
madre!... Desde el fin del mundo hubiera venido yo por ver recibir al
mío
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