un breve discurso, que no pudo
terminar. Al fijarse sus apagados ojos en aquel montón de cabecitas
rubias y negras, que atentamente le miraban, apiñadas y expresivas
como los angelitos de una gloria de Murillo, comenzó a balbucear, y las
lágrimas le cortaron la palabra.
--¡No lloro porque os vais!--pudo decir, al cabo--. ¡Lloro porque
muchos no volverán nunca!...
La nube de cabecitas comenzó a agitarse negativamente y un aplauso
espontáneo y bullicioso brotó de aquellas doscientas manitas, como una
protesta cariñosa que hizo sonreír al anciano en medio de sus lágrimas.
El secretario del colegio comenzó a leer entonces los nombres de los
alumnos premiados: levantábanse estos ruborosos y aturdidos por el
miedo a la exhibición y la embriaguez del triunfo; iban a recibir la
medalla y el diploma de manos del arzobispo, entre los aplausos de los
compañeros, los sones de la música y los bravos del público, y volvían
presurosos a sus sitios, buscando con la vista en los ojos de sus padres
y de sus madres la mirada de inmenso cariño y orgullo legítimo, que
era para ellos complemento del triunfo. Un niño pequeñito de ocho
años subió gateando las gradas del estrado, púsose de puntillas para
divisar a su madre, viola a lo lejos y con la punta del diploma le envió
un beso... Chicos y grandes aplaudieron con entusiasmo: los unos, por
ese instinto de ángel que hace comprender al niño lo que es santo y
bello; los otros, por esa tierna simpatía que despierta en el corazón de
todo padre o madre cuanto tiende a revelar el puro amor de hijo.
El acto parecía ya terminado: el arzobispo iba a dar la bendición y todo
el mundo se levantaba para recibirla de rodillas... Un niño blanco y
rubio, bello y candoroso como un ángel de Fra Angélico, se adelantó
entonces a la mitad del estrado: realzaba el encanto de su edad y su
inocencia, ese no sé qué aristocrático y delicadamente fino que atrae,
subyuga y hasta enternece en los niños de grandes casas; y su larga
cabellera rubia, cortada por delante como la de un pajecillo del siglo
XV, le daba el aspecto de aquel príncipe Ricardo que pintó Millais en
su célebre cuadro Los hijos de Eduardo.
Detuviéronse todos a su vista, quedando cada cual en su sitio en el más
profundo silencio. Volvió entonces el niño hacia el cuadro de la Virgen
sus grandes ojos azules, rebosando candor y pureza, y con vocecita de
ángel comenzó a decir[2]:
Dulcísimo recuerdo de mi vida, Bendice a los que vamos a partir... ¡Oh
Virgen del Recuerdo dolorida, Recibe tú mi adiós de despedida, Y
acuérdate de mí!...
¡Lejos de aquestos tutelares muros, Los compañeros de mi edad feliz,
No serán a tu amor jamás perjuros; Se acordarán de ti!
[Nota 2: Esta poesía es original del padre Alarcón, y fue leída en una
solemnidad semejante a la que aquí describimos.]
Un aplauso general salió del grupo de los niños, como un grito de
entusiasta asentimiento. Los grandes no aplaudían; con el alma en los
ojos y las lágrimas en estos, escuchaban inmóviles. El niño se adelantó
dos pasos, y llevándose las manitas al pecho, prosiguió lentamente:
Mas siento al alejarme una agonía, Cual no la suele el corazón sentir..
¿En palabras de niño quién confía? Temo... no sé qué temo, Madre mía,
Por ellos y por mí...
Nadie respiraba; las lágrimas, al caer, no hacían ruido. El niño volvió
entonces al público los cándidos ojos, con esa mirada vaga de la
inocencia que parece investigar siempre algo ignorado, y prosiguió con
tristeza que conmovía y sencillez que llegaba al alma:
Dicen que el mundo es un jardín ameno, Y que áspides oculta ese
jardín... Que hay frutos dulces de mortal veneno, Que el mar del mundo
está de escollos lleno... ¿Y por qué estará así?
Dicen que por el oro y los honores, Hombres sin fe, de corazón ruin,
Secan el manantial de sus amores Y a su Dios y a su patria son
traidores... ¿Por qué serán así?
Dicen que de esta vida los abrojos, Quieren trocar en mundanal festín;
Que ellos, ellos motivan tus enojos, Y que ese llanto de tus dulces ojos,
¡Lo causan ellos, sí!
Algunas mujeres enrojecieron, porque por la boquita del niño parecía
hablar la voz de muchas conciencias; varios hombres bajaron la cabeza,
y una voz enérgica, pero alterada, repitió a lo lejos:--¡Sí! ¡Sí!--. Era un
anciano general, abuelo de un alumno del colegio. El niño parecía
conmovido, como pueden estar los ángeles a la vista de las miserias
humanas; movió tristemente la cabecita, cruzó las manos y prosiguió
con la expresión de un querubín que mira a la tierra:
Ellos, ¡ingratos!, de pesarte llenan... ¿Seré yo también sordo a tu gemir?
¡No! Yo no quiero frutos
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