sus listas, numerosísimas hasta un punto
increíble para lo que suelen ser estas cosas en España, figuran al lado
de místicas abadesas, señoras muy del mundo, y junto a congregantes
de San Luis, hombres despreocupados y hasta jóvenes alegres. Preciso
es, pues, que toda esta multitud heterogénea encuentre allí alimento que
la nutra y que le agrade, y la sana doctrina que paladea con delicia la
abadesa en la Intención de cada mes, seria, profunda y devota, es
manjar harto sublime para el embotado paladar de aquellos otros que
sólo podrán tragar esa misma celestial doctrina, envuelta en una salsa
lícitamente profana.
Dejen, pues, las almas pías ese rincón de El Mensajero para esos
pobres hambrientos, a quienes hay que alimentar por sorpresa con la
santa doctrina de Cristo; que muy superior a la caridad que consiste en
dar es la que consiste en comprender y soportar las humanas flaquezas.
Esa es la que me hace a mí tomar la pluma y escribir para ellos, aun a
trueque de escuchar, como en cierta ocasión he oído, que rebaja el
carácter sacerdotal escribir cosas tan baladíes. ¡Como si la caridad se
rebajara alguna vez, por mucho que descienda!...
Y con esto, lector amigo, te dejo en paz, y libre quedas para entrarte, si
te place, por las páginas de mi libro o dar media vuelta a la derecha.
Témome, sin embargo, y en tus ojillos devotos lo conozco, que ansías
ya por leerlo, y no lo dejarás hasta devorarlo letra a letra; porque si mis
razones no te han convencido, como deseo, es fácil que la curiosidad te
impulse contra lo que yo pretendo.
Quédate, pues, con Dios, y Él te bendiga, que yo por mi parte
Con estas cosas que digo y las que paso en silencio, a mis soledades
voy, de mis soledades vengo.
Bilbao, 1 de enero de 1890.
* * * * *
Libro Primero
--I--
Something is rotten in the state of Denmark. (Hay algo en Dinamarca
que huele a podrido.)
Shakespeare, Hamlet.
Las dos torrecillas del colegio se levantaban agudas y airosas como
flechas disparadas contra el cielo azul, sereno y radiante, que suele
cobijar a Madrid en los primeros días de junio. La verdura del jardín
parecía una esmeralda caída en la arena, un oasis de bosquecillos de
lilas que ya se marchitaban y de azucenas que comenzaban a abrirse,
perdido en las áridas llanuras que por el lado del colegio rodean a la
corte de España. El agua saltaba en las fuentes y corría por los pilones
murmurando; oíanse alegres voces de niños en lo interior del edificio;
gorjeos de ruiseñores y jilgueros en los árboles, y más allá, pasada la
verja, ni niños, ni agua, ni flores, ni pájaros... Una llanura estéril, un
pueblo de barracas; y allá en el horizonte, lejos, lejos, Madrid, la corte
de España, asomando sus cúpulas y sus torres entre esa neblina que
pone más de relieve la limpidez de la atmósfera, esa especie de vaho
que se levanta de las grandes capitales, semejante a las emanaciones de
una hedionda charca.
Terminaba aquel día el curso, había tenido ya lugar la distribución de
premios, y llegaba la hora de las despedidas. Cruzábanse por todas
partes enhorabuenas y adioses, encargos y recomendaciones; y padres,
madres, niños y criados, revueltos en confuso tropel, invadían todas las
dependencias del colegio, rebosando esa satisfacción purísima del
premio justamente alcanzado, del trabajo concluido, de la esperanza
cierta de descanso; esa ruidosa alegría que despierta en el escolar de
todas las edades la mágica palabra: ¡Vacaciones!
El acto había estado brillantísimo; en el fondo del salón ocupaban un
estrado, ricamente dispuesto, los cien alumnos del colegio, con sus
uniformes azules y plata, agitados todos por la emoción, buscando con
los ojillos inquietos, arreboladas las mejillas y el corazón palpitante,
entre la muchedumbre que llenaba el local, al padre, a la madre, a los
hermanos que habían de ser testigos y partícipes del triunfo. Coronaba
el estrado un magnífico cuadro de la Dolorosa, Nuestra Señora del
Recuerdo, titular del colegio, y a su derecha presidía el acto el cardenal
arzobispo de Toledo, bajo riquísimo dosel, y el rector y profesores del
colegio sentados en tomo. Llenaban el resto del inmenso salón los
padres y madres de los niños, alternando la gran señora con la modesta
comercianta; el grande de España con el industrial acomodado; alegres
todos, satisfechos, mirándose entre sí y sonriendo amigos y
desconocidos, como si el sentimiento de la paternidad, igualmente
herido, acortase las distancias y estrechase las relaciones, despertando
en todas las almas idéntica felicidad, la misma dicha, igual deseo de
considerarse y abrazarse como hermanos.
La orquesta dio principio al acto, tocando magistralmente la obertura de
Semíramis. El rector, anciano religioso, honra y gloria de la Orden a
que pertenecía, pronunció después
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