las flores y al propio niño Jesús, que en el fondo de su alma tal vez no esté
muy por encima de los canarios y de los gatos.
No se puede negar que la Pepita Jiménez es discreta: ninguna broma tonta, ninguna
pregunta impertinente sobre mi vocación y sobre las órdenes que voy a recibir dentro de
poco, han salido de sus labios. Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la
última cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración del vino; todo
ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar por muy entendida.
Mi padre estuvo finísimo; parecía remozado, y sus extremos cuidadosos hacia la dama de
sus pensamientos eran recibidos, si no con amor, con gratitud.
Asistieron al convite el médico, el escribano y el señor vicario, grande amigo de la casa y
padre espiritual de Pepita.
El señor vicario debe de tener un alto concepto de ella, porque varias veces me habló
aparte de su caridad, de las muchas limosnas que hacía, de lo compasiva y buena que era
para todo el mundo; en suma, me dijo que era una santa.
Oído el señor vicario y fiándome en su juicio, yo no puedo menos de desear que mi padre
se case con la Pepita. Como mi padre no es a propósito para hacer vida penitente, éste
sería el único modo de que cambiase su vida, tan agitada y tempestuosa hasta aquí, y de
que viniese a parar a un término, si no ejemplar, ordenado y pacífico.
Cuando nos retiramos de casa de Pepita Jiménez y volvimos a la nuestra, mi padre me
habló resueltamente de su proyecto: me dijo que él había sido un gran calavera, que había
llevado una vida muy mala y que no veía medio de enmendarse, a pesar de sus años, si
aquella mujer, que era su salvación, no le quería y se casaba con él. Dando ya por
supuesto que iba a quererle y a casarse, mi padre me habló de intereses; me dijo que era
muy rico y que me dejaría mejorado, aunque tuviese varios hijos más. Yo le respondí que
para los planes y fines de mi vida necesitaba harto poco dinero, y que mi mayor contento
sería verle dichoso con mujer e hijos, olvidado de sus antiguos devaneos. Me habló luego
mi padre de sus esperanzas amorosas, con un candor y con una vivacidad tales, que se
diría que yo era el padre y el viejo, y él un chico de mi edad o más joven. Para
ponderarme el mérito de la novia, y la dificultad del triunfo, me refirió las condiciones y
excelencias de los quince o veinte novios que Pepita había tenido, y que todos habían
llevado calabazas. En cuanto a él, según me explicó, hasta cierto punto las había también
llevado; pero se lisonjeaba de que no fuesen definitivas, porque Pepita le distinguía tanto,
y le mostraba tan grande afecto, que, si aquello no era amor, pudiera fácilmente
convertirse en amor con el largo trato y con la persistente adoración que él le consagraba.
Además, la causa del desvío de Pepita tenía para mi padre un no sé qué de fantástico y de
sofístico que al cabo debía desvanecerse. Pepita no quería retirarse a un convento ni se
inclinaba a la vida penitente: a pesar de su recogimiento y de su devoción religiosa, harto
se dejaba ver que se complacía en agradar. El aseo y el esmero de su persona poco tenían
de cenobíticos. La culpa de los desvíos de Pepita, decía mi padre, es sin duda su orgullo,
orgullo en gran parte fundado: ella es naturalmente elegante, distinguida; es un ser
superior por la voluntad y por la inteligencia, por más que con modestia lo disimule;
¿cómo, pues, ha de entregar su corazón a los palurdos que la han pretendido hasta ahora?
Ella imagina que su alma está llena de un místico amor de Dios, y que sólo con Dios se
satisface, porque no ha salido a su paso todavía un mortal bastante discreto y agradable
que le haga olvidar hasta a su niño Jesús. Aunque sea inmodestia, añadía mi padre, yo me
lisonjeo aún de ser ese mortal dichoso.
Tales son, querido tío, las preocupaciones y ocupaciones de mi padre en este pueblo, y las
cosas tan extrañas para mí y tan ajenas a mis propósitos y pensamientos de que me habla
con frecuencia, y sobre las cuales quiere que dé mi voto.
No parece sino que la excesiva indulgencia de usted para conmigo ha hecho cundir aquí
mi fama de hombre de consejo: paso por un pozo de ciencia; todos me refieren sus cuitas
y me piden que les muestre el camino que deben seguir. Hasta el bueno del señor vicario,
aun exponiéndose
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