Pepita Jiménez | Page 7

Juan Valera
Vd. sólo declaro), acaso tenga la culpa el mismo clero. ¿Está en
España a la altura de su misión? ¿Va a enseñar y a moralizar en los pueblos? ¿En todos
sus individuos es capaz de esto? ¿Hay verdadera vocación en los que se consagran a la
vida religiosa y a la cura de almas, o es sólo un modo de vivir como otro cualquiera, con
la diferencia de que hoy no se dedican a él sino los más menesterosos, los más sin
esperanzas y sin medios, por lo mismo que esta carrera ofrece menos porvenir que
cualquiera otra? Sea como sea, la escasez de sacerdotes instruidos y virtuosos excita más
en mí el deseo de ser sacerdote. No quisiera yo que el amor propio me engañase;
reconozco todos mis defectos; pero siento en mí una verdadera vocación y muchos de
ellos podrán enmendarse con el auxilio divino.
Hace tres días tuvimos el convite, del que hablé a Vd., en casa de Pepita Jiménez. Como
esta mujer vive tan retirada, no la conocí hasta el día del convite: me pareció, en efecto,
tan bonita como dice la fama, y advertí que tiene con mi padre una afabilidad tan grande
que le da alguna esperanza, al menos miradas las cosas someramente, de que al cabo ceda
y acepte su mano.
Como es posible que sea mi madrastra, la he mirado con detención y me parece una
mujer singular, cuyas condiciones morales no atino a determinar con certidumbre. Hay en
ella un sosiego, una paz exterior, que puede provenir de frialdad de espíritu y de corazón,
de estar muy sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo poco o nada, y pudiera provenir
también de otras prendas que hubiera en su alma; de la tranquilidad de su conciencia, de
la pureza de sus aspiraciones y del pensamiento de cumplir en esta vida con los deberes
que la sociedad impone, fijando la mente, como término, en esperanzas más altas. Ello es
lo cierto, que o bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin elevarse su mente a
superiores esferas, o bien porque enlaza la prosa del vivir y la poesía de sus ensueños en
una perfecta armonía, no hay en ella nada que desentone del cuadro general en que está
colocada, y sin embargo, posee una distinción natural que la levanta y separa de cuanto la
rodea. No afecta vestir traje aldeano, ni se viste tampoco según la moda de las ciudades;
mezcla ambos estilos en su vestir, de modo que parece una señora, pero una señora de
lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo, el cuidado que tiene de su persona; no se
advierten en ella ni cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien
cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan que cuida
de estas cosas más de lo que se pudiera creerse en una persona que vive en un pueblo y
que además dicen que desdeña las vanidades del mundo y sólo piensa en las cosas del
cielo.

Tiene la casa limpísima y todo en un orden perfecto. Los muebles no son artísticos ni
elegantes; pero tampoco se advierte en ellos nada pretencioso y de mal gusto. Para
poetizar su estancia, tanto en el patio como en las salas y galerías, hay multitud de flores
y plantas. No tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna flor exótica; pero sus
plantas y sus flores, de lo más común que hay por aquí, están cuidadas con extraordinario
mimo.
Varios canarios en jaulas doradas animan con sus trinos toda la casa. Se conoce que el
dueño de ella necesita seres vivos en quien poner algún cariño; y, a más de algunas
criadas, que se diría que ha elegido con empeño, pues no puede ser mera casualidad el
que sean todas bonitas, tiene, como las viejas solteronas, varios animales que le hacen
compañía: un loro, una perrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos, tan mansos y
sociables, que se le ponen a uno encima.
En un extremo de la sala principal hay algo como oratorio, donde resplandece un niño
Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y bastante guapo. Su vestido es de raso
blanco, con manto azul, lleno de estrellitas de oro, y todo él está cubierto de dijes y de
joyas. El altarito en que está el niño Jesús se ve adornado de flores, y alrededor macetas
de brusco y laureola, y en el altar mismo, que tiene gradas o escaloncitos, mucha cera
ardiendo.
Al ver todo esto, no sé qué pensar; pero más a menudo me inclino a creer que la viuda se
ama a sí misma sobre todo, y que para recreo y para efusión de este amor tiene los gatos,
los canarios,
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