Pasarse de listo | Page 7

Juan Valera
vanidad de creerse sobrado interesante para que aquellas mujeres, que le hab��an visto y que hab��an notado su persecuci��n, volviesen al cabo a buscarle, o arrepentidas del desv��o primero, o no arrepentidas, sino siguiendo en los mismos prop��sitos, ya que la fuga, seg��n el Conde, hab��a estado muy en su lugar, so pena de haberse humillado ellas a pasar por harto f��ciles y livianas, prest��ndose desde el primer momento a dejarse acompa?ar por quien no conoc��an ni de nombre, s��lo porque hab��an reparado, sin duda, que era rico, titulado y ten��a coche.
El Condesito no quiso, pues, molestarse ni con el pensamiento en buscar a sus dos beldades, porque estaba casi seguro de que ellas volver��an a buscarle.
Como no volvieron ni la siguiente noche ni la noche despu��s, el Condesito se sinti�� picado y hasta ofendido.
En su fatuidad forj�� a��n varias hip��tesis para explicarse, como involuntaria y muy a pesar de las desconocidas, su ausencia de los Jardines.
??Qui��n sabe?--pensaba el Conde--. Quiz�� el marido no las deje salir. Quiz�� tenga la casada alg��n chiquillo con sarampi��n.?
En fin, todo lo supon��a por no suponer que por su lib��rrima voluntad dejaban de acudir las muchachas a una cita que, impl��cita, pero claramente, ��l, tan guapo, tan distinguido, tan ilustre, tan rico y tan seductor, les hab��a dado para los Jardines, no pudiendo entenderse ni ponerse desde luego en relaciones con ellas por no faltar a los respetos y consideraciones sociales.
Con tan consoladores discursos el Conde domin�� a duras penas su impaciencia; acudi�� otras dos noches m��s a los Jardines, y tampoco vi�� a las damas.
Ya entonces resolvi�� emplear su sagacidad y su actividad para buscarlas.
?Si huyen, si se ocultan--dijo--, es porque me temen. Yo las buscar��. Yo las encontrar��.?
Justificado as�� el trabajo que en discurrir iba a tomarse, el Condesito discurri�� lo que en resumen vamos a exponer.
Las desconocidas eran sevillanas. No pod��an ser malague?as, como presumi�� aquel ignorante. Confundir a una sevillana con una malague?a es un error tan craso en un galanteador andaluz, que debe saber de mujeres, como en un cazador confundir una codorniz con una t��rtola. Era tambi��n evidente que una era casada; entre otras razones, porque, de ser solteras ambas, no ir��an solas. La casada era la morena. En esto tampoco cab��a duda. Se conoc��a en tener m��s edad y en otros indicios que, juntos todos, llegaban a la m��s completa certidumbre. ?Con qui��n estaba casada la morena? Ambas eran forasteras: reci��n llegadas a Madrid, ya que nadie las conoc��a. No era probable que hubiesen venido a Madrid a divertirse, porque entonces el marido, labrador, hacendado, mercader o algo as��, de alguna poblaci��n de Andaluc��a o de Sevilla misma, las hubiera acompa?ado, y ��l tambi��n se divertir��a y curiosear��a. El marido deb��a ser un hombre ocupado. ?Y qu�� ocupaci��n pod��a tener el marido en Madrid, sino la de un empleo del Gobierno? El Conde decidi��, pues, que el marido era un empleado. Calcul��, por ��ltimo, por el aire algo misterioso que ten��an las desconocidas, por cierta inquietud que hab��a cre��do notar en ellas, que la noche que estuvieron en los Jardines hab��an venido sin previa licencia del marido, improvisando aquella excursi��n en un momento en que ��l faltaba de casa, salva la prudente lealtad de dec��rselo luego para que aprobase y legitimase el hecho consumado. Si toda esta suposici��n era exacta, el marido trabajaba a veces de noche, lejos del hogar dom��stico. De noche se trabaja en muchas oficinas; pero en ninguna son tan frecuentes las largas veladas como en Gobernaci��n o en Hacienda. El marido estaba, por lo tanto, empleado en uno de estos dos Ministerios.
Descubierto ya el enigma hasta dicho punto, faltaba saber el nombre del marido y d��nde viv��a; pero esto era muy f��cil.
Antes de proceder a las convenientes investigaciones, ya que el nombre de una persona y el n��mero y calle de una casa no pueden adivinarse por mero discurso, aunque se tenga un entendimiento agud��simo, el Conde, aficionado a ejercitar el suyo, pens�� tambi��n lo que sigue.
La sociedad elegante es m��s f��cil, m��s abierta en Madrid que en ninguna otra capital de Europa, hasta para las mujeres. Aqu�� no se le pregunta a nadie, antes de dejarle entrar, si es m��s o menos noble de nacimiento, m��s o menos rico. La dama m��s encopetada no desde?a por amiga, ni se averg��enza de ir acompa?ada de las hijas o de la mujer de un empleadillo cualquiera, con tal de que por sus modales y facha no sean impresentables. La pobreza del vestido se perdona tambi��n, como no se haga notar por presumida extravagancia o por abominable mal gusto. No hay se?ora principal ni semi-principal que no acoja bien a la m��s modesta provinciana, que conoci�� en el campo o en algunos ba?os o en alguna ciudad de provincia, y que no la llame prima
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