movimiento; vi�� que se iban del jard��n, y aprovech��ndose ��l tambi��n del bullicio, se separ�� de sus amigos, como si por acaso los perdiese, y tom�� la misma calle de ��rboles por donde vi�� que las dos j��venes se hab��an precipitado buscando la puerta del jard��n.
Rid��culo le parec��a que hombre tan corrido como ��l corriese entonces desalado en pos de dos pobres chicas. No se juzg�� conde aristocr��tico y soberbio, sino estudiantillo novato o alf��rez reci��n salido de la escuela. Mas, a pesar de sus juiciosas reflexiones, el Conde fu�� en pos de aquellas mujeres, y hasta form�� el prop��sito de hablarles en cuanto saliesen del jard��n, a fin de que, en el caso de un sofi��n, que harto le merec��a por su vulgar mala crianza, no le viesen sujetos que lo pudieran contar.
Al salir del jard��n vi�� el Conde a su lacayo, que iba a llamar al cochero para que se acercase con la victoria.
--?Ram��n!--dijo el Conde--. Id a aguardarme a la puerta del Veloz-Club.
A poco la victoria parti��.
El Conde sigui�� a pie a las dos mujeres.
Dos o tres veces se acerc�� a ellas y quiso hablarlas. Las mir��, se encar�� con ellas, casi las detuvo; pero hallaba tan feo, tan plebeyo, tan de mala educaci��n, abusar as�� de que iban solas dos mujeres, y perseguirlas y querer hablar con ellas, que se contuvo y no les habl��.
En medio de estas vacilaciones, las dos mujeres vieron pasar un coche vac��o. Se apoderaron de ��l r��pidamente, dieron la direcci��n al cochero, le pagaron adelantado y doble para que picase, y salieron como escapadas, subiendo por la calle de Alcal�� y entrando luego por la del Turco.
El Conde quiso seguirlas, pero su coche hab��a ido a parar al Veloz, y coches de alquiler no parec��an.
Qued��se, pues, nuestro h��roe parado como un bobo a la altura de la fuente de la Cibeles y burl��ndose de s�� propio por la serie de tonter��as y chiquilladas que acababa de hacer.
?Qui��n sabe si ser��an algunas costurerillas, algunas profesoras de primera ense?anza que hab��an venido a oposiciones, o algo no menos cursi, aquellas dos que le hab��an hecho hacer lo que no hizo jam��s ni por reinas y emperatrices?
III
El Conde de Alhed��n se guard�� muy bien de contar en el Veloz-Club su conato frustrado de persecuci��n y el desd��n con que le hab��an tratado las dos desconocidas.
?Ya volver��n a los Jardines del Buen Retiro--dec��a para s��--; ya las encontrar�� por ah�� ma?ana o pasado. Ellas volver��n. No despertemos la codicia de los amigos con desmedidas alabanzas. Dios sabe cu��ntos se empe?ar��an en la conquista, y me ser��an estorbo, aunque no me vencieran. Yo no estoy enamorado de ninguna de las dos. Jam��s he cre��do en pasiones repentinas. Pero mi curiosidad es extraordinaria. Cada una por su estilo es hermosa y est�� llena de no aprendida elegancia. No s�� por cu��l decidirme, si por la rubia o por la morena. Esta misma indecisi��n aumenta mi deseo de volver a verlas. Lo que observe en la nueva vista me decidir�� o por la una o por la otra. Verdad es que en esta predilecci��n s��lo entra por algo el tiempo. Quiero pasar mi tiempo con ambas; pero es menester empezar por hacerme querer de una. Si no fuesen hermanas, si no anduviesen juntas, bien podr��a yo acometer a la vez las dos conquistas; pero estando como est��n, conviene ir por su orden.?
Este soliloquio, hecho y repetido de mil formas, aunque en substancia el mismo siempre, ocup�� el pensamiento del Conde por espacio de dos d��as y dos noches.
Hall��banle distra��do sus compa?eros. El se disculpaba, sin declarar el verdadero motivo de su distracci��n.
Entre tanto, ni en las calles, ni en los Jardines de noche, ni en parte alguna, volvi�� el Conde a ver a las dos beldades, por m��s que las buscaba. Y eso que ten��a vista de lince y siempre iba con cuidado para que si pasaban cerca de ��l no se le escapasen.
El Conde se cre��a dotado de prodigiosa sagacidad para averiguar misterios; para conocer las calidades de las personas s��lo por la pista o el rastro. Se juzgaba tan curtido y experto en lo que ata?e a la sociedad humana, como los antiguos sabios solitarios del Oriente se dice que lo eran en lo que depende de la madre naturaleza. Zadig hab��a comprendido y descrito todas las condiciones y circunstancias del caballo del Rey y de la perrita de la Reina con s��lo ver sus huellas estampadas en el suelo. El Conde, en su arte, no era menos que Zadig, y daba por seguro que ��l sabr��a decir qui��nes eran las dos desconocidas por el mero hecho de haberlas visto un instante; pero no quer��a reflexionar, no quer��a interrogarse sobre este punto. Otra vanidad mayor que la vanidad de ser tan experto se lo imped��a. La
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