Pasarse de listo | Page 5

Juan Valera
��nica facultad del alma.
Era petulante, pero con petulancia graciosa, jovial y dulce, que a nadie ofend��a. Sus finos modales y su simp��tica figura contribu��an mucho a producir tan buen efecto.
Aquella noche le hab��a dado por denigrarlo todo. Recordando a las princesas rusas, a las ladies inglesas, a las condesas alemanas, a las francesas del Faubourg Saint-Germain, y hasta a las griegas fanariotas, que hab��a tratado con la mayor intimidad, iba sosteniendo que no val��an un bledo todas las mujeres que se paseaban en aquel momento en los jardines.
?Apenas--dec��a--si de toda esta desdichada muchedumbre se podr�� entresacar media docena que merezca una declaraci��n de amor.?
Los amigos impugnaban tan cruel censura, y el Conde, para defenderse, sosten��a su opini��n con gracia y desenfado.
Conforme iba as�� disputando y paseando, advirti�� de pronto que delante de ��l paseaban dos mujeres, peque?itas ambas, esbeltas, j��venes al parecer, aunque s��lo de espaldas las ve��a, y que algo hab��an o��do y segu��an oyendo de su diatriba y de la disputa, porque de vez en cuando cuchicheaban y se re��an, como si hicieran comentarios a la conversaci��n de los que ven��an detr��s.
No hab��a visto el Conde la cara de ninguna de aquellas dos mujeres. El traje de ellas nada ten��a de notable para ojos vulgares y profanos. La una vest��a de ligera seda negra y la otra un traje obscuro de pobre percal; las dos iban de mantilla. Hab��a, no obstante, tal pulcritud y aseo en todo el ser y hasta en el ambiente que circundaba y envolv��a a aquellas mujeres, que, sin atinar con la explicaci��n, el Conde crey�� sentir como una corriente magn��tica, y se di�� a imaginar que aquellas dos mujeres iban impugnando su aserto, y que cualquiera de ellas se consideraba, con sobrada raz��n, un argumento vivo, fort��simo e irresistible, contra sus fatuas afirmaciones.
Advirti�� el Conde adem��s que ambas ten��an bonito cuerpo y movimientos airosos sin afectaci��n, y que llevaban la falda bastante recogida para que no se manchase o empolvase torpemente en la arena y para que se pudiesen columbrar de vez en cuando sus pies menudos, afilados, altos de torso y calzados con esmero de graciosos botincillos.
El deseo de verles la cara se hizo sentir en seguida en el ��nimo del Conde; pero ellas, quiz�� sospechando aquel deseo, no volv��an la cara, puede que a fin de contrariarle y de hacerle m��s vivo.
El Conde tuvo que caminar m��s de prisa y pasar delante de ellas para mirarlas. Entonces vi�� con grato asombro que ambas eran lind��simas. En el rostro iban declarando que eran hermanas. Se parec��an con ese parecido que llamamos aire de familia, y eran, con todo, muy diferentes. La mayor de edad y menor de estatura, la del traje de seda, era trigue?a, con ojos y pelo negros, labios colorados como una guinda y blanqu��simos dientes, que mostraba riendo. La menor, la del vestido de percal, era m��s alta; parec��a tener cuatro o cinco a?os menos que la otra, diez y ocho a lo m��s; era blanca y rubia, y con ojos azules, y propiamente semejaba un ��ngel. No re��a tanto como la mayor, y se mostraba m��s seria y menos desenvuelta. Ten��a singular expresi��n de dulzura, serenidad y apacible contentamiento.
Bien conoci�� el Conde que las para ��l desconocidas, ni eran de lo que llaman la sociedad, ni pod��an tampoco colocarse en ninguno de los grados de la jerarqu��a del heterismo.
Su mirada penetrante y experimentada conoci�� en seguida que eran ambas de la clase media, o pobres, o muy modestas; que la morena deb��a de estar casada y que era soltera la rubia. Vi�� que nadie las acompa?aba, y crey�� notar que estaban apuradas y como arrepentidas de haber venido solas y que, si por un lado les lisonjeaba el amor propio haber llamado la atenci��n de tan desde?oso gal��n, por otro andaban recelosas, casi consternadas de aquel peque?o triunfo.
Entre los amigos del Conde los hab��a que se jactaban de conocer a todo Madrid, alto, bajo y mediano, con tal que perteneciesen las personas al sexo femenino. El Conde les pregunt�� qui��nes eran aquellas muchachas. Todos las miraron, y todos dijeron que no las conoc��an.
--Ser��n forasteras--a?adi�� uno.
--Ser��n reci��n llegadas a Madrid--dijo otro.
--Deben de ser o malague?as o sevillanas--exclam�� un tercero.
--Sevillanas son--repuso el Conde--. No me cabe la menor duda.
Entonces hizo un pomposo elogio de las sevillanas en general con claras alusiones a las dos que iban delante y que por tales ten��a, y habl�� en voz mucho m��s alta que la que hab��a empleado en la diatriba, a fin de que le oyesen ellas y sirviese su discurso como funci��n de desagravios.
Pero las damas parec��an temer los encomios y no las s��tiras. No bien se oyeron encomiar apretaron el paso, y aprovechando un momento de confusi��n y bullicio, trataron de escabullirse.
El Conde ten��a fija la vista en ellas. Sigui�� aquel
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