Morsamor | Page 8

Juan Valera
perdido, sin gu��a y sin luz en las tinieblas, jam��s volver��a a encontrar su santo refugio.
A esta objeci��n, hab��a contestado el Padre Ambrosio vali��ndose de un s��mil semejante. As�� hab��a dominado el temor del hermano Tiburcio.
--Mi fe religiosa--le hab��a dicho el Padre Ambrosio--es sin duda como fortaleza inexpugnable, mas no para que yo me quede encerrado en ella cobarde y ocioso, sino para que me valga como apoyo, y como centro de mis m��s atrevidas excursiones y de mis conquistas m��s gloriosas por las inmensas e ignoradas regiones, donde el pensamiento humano ha de erigir un d��a su trono y ha de fundar su imperio. Sin duda con la fe y con el amor ayudado de los dones sobrenaturales de la gracia, el alma puede llegar hasta Dios mismo y unirse en cierto modo con ��l; pero mi ciencia profana, sin contradecir la obra sobrenatural de las divinas virtudes, tiene distinto objeto, que agrada tambi��n a Dios, aunque en muy inferior grado. Yo no soy, ni merezco ser, un santo; pero ?por qu�� no he de ser un sabio, un conocedor de aquella magia, que sin ofender al cielo, sin buscar el auxilio de genios o de ��ngeles r��probos y vali��ndose s��lo de medios naturales, acierta a producir prodigios pasmosos? En esta ciencia te iniciar�� yo, porque te creo capaz de estudiarla y de alcanzarla. Y bien puedes estar seguro de que esta mi ciencia profana no se opone ni a la santidad ni a la pureza de la fe, ni a la perfecci��n asc��tica y m��stica a que puedas elevarte.
En suma, tantas y tales razones aleg�� el Padre Ambrosio, que el hermano Tiburcio hubo de quedar convencido, convirti��ndose en su m��s apasionado disc��pulo y en su m��s constante sat��lite.
De los otros dos iniciados que ten��a el Padre Ambrosio, no se fiaba tanto, aunque tambi��n les comunicaba algunos de sus menos hondos secretos.
Para los dem��s frailes y para el resto del humano linaje no iniciado, el Padre Ambrosio jam��s hablaba de su ciencia oculta, pero discurr��a con f��cil elocuencia sobre todo cuanto del saber paladino o no oculto se alcanzaba en su ��poca, y trataba de viajes, de planes pol��ticos y de cuanto presum��a que hab��a de suceder en el mundo o que conven��a que sucediese.
Tales eran en cifra los ensue?os y las ideas con que, a su vuelta de Roma, trajo el Padre Ambrosio embargado el esp��ritu.

-V-
El Padre Ambrosio era inagotable en las descripciones y pinturas de cuanto hab��a visto en Roma y de los grandes sucesos que all�� hab��a presenciado o que hab��a all�� comprendido mejor por encontrarse ��l en el centro del mundo.
Cada d��a, en el extremo de la huerta, bajo los ��lamos frondosos, hac��a el Padre Ambrosio un largo discurso que frailes y novicios escuchaban en religioso silencio. No siempre comprend��a la mayor��a del auditorio todo cuanto el padre describ��a o contaba; pero, hasta lo menos comprendido ten��a un no s�� qu�� de peregrino y po��tico que deleitaba y cautivaba la atenci��n.
Los discursos del Padre Ambrosio eran como una serie de lecciones en las cuales instru��a a sus oyentes y les mostraba el estado del mundo, en la edad aquella, y contemplado todo desde el foco mismo de la civilizaci��n cristiana. A veces pintaba el Padre el florecimiento de las artes, y encomiaba las obras pasmosas de Leonardo de Vinci, de Rafael y de Miguel ��ngel, que ven��an a eclipsar las obras del arte antiguo, o a competir al menos con las que resurg��an y se extra��an del seno de la tierra, en donde hab��an estado sepultadas durante largos siglos de obscuridad y de barbarie. Pugnaba el arte nuevo por imitar el antiguo, pero la misma no vencida dificultad de la imitaci��n daba ser a un arte distinto.
Algo semejante ocurr��a en ciencias y en letras humanas. Comentando, explicando e interpretando los antiguos fil��sofos, como Plat��n y Arist��teles, se formaba una nueva filosof��a, se abr��an esplendidos y dilatados horizontes, y se descubr��an caminos y t��rminos con los que Arist��teles y Plat��n jam��s hab��an so?ado. Como si la tierra de Italia estuviese fecundada por un esp��ritu nuevo, hasta los pr��fugos de la antigua Bizancio, que hab��an tra��do como penates la ciencia y las letras de los antiguos, las transformaban, al transmitirlas y ense?arlas a los italianos, en algo lleno de novedad, de vida y de sugesti��n poderosa. Esos mismos pr��fugos, que sin dejar huella, mudos e inactivos, hubieran acabado en el viejo imperio de Bizancio por disiparse como sombras y por hundirse en el olvido, arrojados de su patria y en el nuevo suelo que les daba hospitalidad, hab��an cobrado inesperada energ��a, y, difundiendo su saber, cumpl��an alta misi��n civilizadora y dejaban en pos de ellos un imperecedero y luminoso rastro. En la magn��fica puerta de la edad moderna, arco triunfal que daba entrada a una nueva Era,
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