esos hombres, escapados de las ruinas de un destrozado imperio y como exhumados y vueltos a la vida, figuraban y resplandec��an ahora entre los fundadores de nueva y mayor civilizaci��n, entre los hierofantes de la ciencia del porvenir. Bessari��n, L��scaris, Teodoro Gaza, Juan Argir��pulos, Chris��loras, Jemistio Pleton y no pocos otros fueron los iniciadores y maestros del saber antiguo y como los paraninfos que procuraron y concertaron las fecundas bodas del poderoso genio del renacimiento y de la musa hel��nica.
En otros d��as pintaba el Padre Ambrosio el esplendor y la magnificencia de la corte de Le��n X, a quien rend��an tributo todas las naciones y prestaban respetuoso homenaje los m��s altos pr��ncipes y poderosos monarcas. D��bale esto ocasi��n para ensalzar al pueblo y a los soberanos de Espa?a, que pasmosamente cumpl��an su misi��n de dilatar por el mundo el imperio de la fe cristiana. Entusiasmado con esto el Padre Ambrosio, pint�� a los frailes la pompa triunfal con que Trist��n de Acu?a entr�� en Roma. Tal vez desde los tiempos en que volvi�� el andaluz Trajano de conquistar la Dacia, moviendo por ��ltima vez al dios T��rmino para que ensanchase el imperio de Roma, Roma no hab��a presenciado espect��culo m��s grandioso. Esta vez los nuevos romanos, los fuertes hijos de Lusitania, hab��an llevado al dios T��rmino m��s all�� de donde le llevaron o so?aron en llevarle Osiris, el hijo de Semele, y Alejandro de Macedonia. Le hab��an llevado m��s all�� del Indo y del Ganges. El tremendo conquistador Alfonso de Alburquerque hab��a recorrido victorioso los mares de Oriente desde Aden hasta Borneo; hab��a conquistado y destruido reinos, hab��a hecho tributarias o entrado a saco populosas y ricas ciudades desde Ormuz, emporio de Persia, India y Arabia, hasta Malaca, en el extremo sur de Siam. Para capital de los nuevos dominios portugueses hab��a tomado dos veces por asalto a Goa, en el vecino reino de Villapor, realizando incre��bles haza?as y cometiendo inauditas crueldades. Hab��a visitado a Ceil��n, tierra encantada de las piedras preciosas, delicia del mundo, patria de la canela y de las perlas. El ap��stol Santiago, montado en su caballo blanco, se aparec��a en las m��s sangrientas batallas de Alburquerque e iba matando moros. Cristo mismo, para dar testimonio de la misi��n divina que a Alburquerque hab��a confiado, le mostr�� en el cielo una gran cruz luminosa, hacia el lado de Arabia, convid��ndole y excit��ndole a conquistar a Aden, a ir luego a la Meca a incendiar y destruir el templo de la Caaba, y a dirigirse por ��ltimo a Jerusalem para libertar el Santo Sepulcro. La muerte sorprendi�� a Albuquerque en medio de estos ��ltimos colosales proyectos; pero antes de morir hab��a realizado tan grandes cosas, que el rey D. Manuel, su augusto y dichoso amo, se complaci�� en darlas a conocer al Papa de un modo digno y solemne, y para ello le envi�� como embajador a Trist��n de Acu?a, quien hab��a precedido a Albuquerque en el mando de la India y bajo cuyas ��rdenes al principio Albuquerque hab��a militado.
De esta gloriosa embajada portuguesa, que el Padre Ambrosio presenci�� durante su permanencia en Roma, hizo el Padre a los frailes un entusiasta relato.
-VI-
La fama, dec��a el Padre Ambrosio, hab��a anunciado por toda Italia la novedad singular de la Embajada portuguesa. Gran multitud de forasteros de todas las rep��blicas y principados de Italia acudieron a Roma. Calles, plazas, balcones y azoteas estaban llenas de gente que se api?aba y empujaba para coger buen sitio y ver pasar la procesi��n desde la puerta del pueblo hasta el punto en que Le��n X deb��a recibirla. Era a fines de Marzo: una hermosa ma?ana de la naciente primavera. Romp��an la marcha varios heraldos a caballo con los estandartes de Portugal. Segu��an luego, a caballo tambi��n, los trompeteros y los m��sicos tocando clarines y chirim��as. Trescientos palafreneros, vestidos de seda, llevaban de la rienda otras tantas briosas y bell��simas alfanas, ricamente enjaezadas con gualdrapas y paramentos de brocado y caireles de oro. Iba en pos vistosa turba de pajes y de escuderos. Luego todos los portugueses, eclesi��sticos y seculares, que entonces resid��an en Roma. Luego los parientes del Embajador, todos en caballos que ostentaban ricos jaeces. Eran los jinetes m��s de sesenta hidalgos, que luc��an sedas y encajes, collares y cadenas de oro y de piedras preciosas, y en los sombreros, cubiertos de perlas, airosas y blancas plumas. Para mayor decoro y ostentaci��n de la Embajada, marchaban enseguida muchos empleados y gentiles hombres asistentes al solio pontificio, y la guardia de honor de Su Santidad, compuesta de arqueros suizos y de lanceros griegos y albaneses. Capitaneaba la segunda parte de la procesi��n el caballerizo mayor del rey, Nicol��s de Far��a, quien montaba un magn��fico caballo con arreos cubiertos de oro y tachonados de perlas.
Inmediatamente marchaban dos elefantes, en cuyas torres iban los presentes

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