doctrina del Padre Ambrosio penetró con ímpetu en el
espíritu del hermano Tiburcio, arrollando toda contradicción y
produciendo allí vivísima fe y devoto entusiasmo.
El mayor recelo del hermano Tiburcio se había disipado. Había
pensado él que la doctrina ortodoxa debía circundar y encerrar el
espíritu como fuerte muro flanqueado de eminentes torres; y temía que
al salir de él el espíritu orgulloso le derribase o al menos le quebrantase,
apagando los faros luminosos que en las torres resplandecían, y que el
espíritu entonces, perdido, sin guía y sin luz en las tinieblas, jamás
volvería a encontrar su santo refugio.
A esta objeción, había contestado el Padre Ambrosio valiéndose de un
símil semejante. Así había dominado el temor del hermano Tiburcio.
--Mi fe religiosa--le había dicho el Padre Ambrosio--es sin duda como
fortaleza inexpugnable, mas no para que yo me quede encerrado en ella
cobarde y ocioso, sino para que me valga como apoyo, y como centro
de mis más atrevidas excursiones y de mis conquistas más gloriosas por
las inmensas e ignoradas regiones, donde el pensamiento humano ha de
erigir un día su trono y ha de fundar su imperio. Sin duda con la fe y
con el amor ayudado de los dones sobrenaturales de la gracia, el alma
puede llegar hasta Dios mismo y unirse en cierto modo con él; pero mi
ciencia profana, sin contradecir la obra sobrenatural de las divinas
virtudes, tiene distinto objeto, que agrada también a Dios, aunque en
muy inferior grado. Yo no soy, ni merezco ser, un santo; pero ¿por qué
no he de ser un sabio, un conocedor de aquella magia, que sin ofender
al cielo, sin buscar el auxilio de genios o de ángeles réprobos y
valiéndose sólo de medios naturales, acierta a producir prodigios
pasmosos? En esta ciencia te iniciaré yo, porque te creo capaz de
estudiarla y de alcanzarla. Y bien puedes estar seguro de que esta mi
ciencia profana no se opone ni a la santidad ni a la pureza de la fe, ni a
la perfección ascética y mística a que puedas elevarte.
En suma, tantas y tales razones alegó el Padre Ambrosio, que el
hermano Tiburcio hubo de quedar convencido, convirtiéndose en su
más apasionado discípulo y en su más constante satélite.
De los otros dos iniciados que tenía el Padre Ambrosio, no se fiaba
tanto, aunque también les comunicaba algunos de sus menos hondos
secretos.
Para los demás frailes y para el resto del humano linaje no iniciado, el
Padre Ambrosio jamás hablaba de su ciencia oculta, pero discurría con
fácil elocuencia sobre todo cuanto del saber paladino o no oculto se
alcanzaba en su época, y trataba de viajes, de planes políticos y de
cuanto presumía que había de suceder en el mundo o que convenía que
sucediese.
Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que, a su vuelta de
Roma, trajo el Padre Ambrosio embargado el espíritu.
-V-
El Padre Ambrosio era inagotable en las descripciones y pinturas de
cuanto había visto en Roma y de los grandes sucesos que allí había
presenciado o que había allí comprendido mejor por encontrarse él en
el centro del mundo.
Cada día, en el extremo de la huerta, bajo los álamos frondosos, hacía
el Padre Ambrosio un largo discurso que frailes y novicios escuchaban
en religioso silencio. No siempre comprendía la mayoría del auditorio
todo cuanto el padre describía o contaba; pero, hasta lo menos
comprendido tenía un no sé qué de peregrino y poético que deleitaba y
cautivaba la atención.
Los discursos del Padre Ambrosio eran como una serie de lecciones en
las cuales instruía a sus oyentes y les mostraba el estado del mundo, en
la edad aquella, y contemplado todo desde el foco mismo de la
civilización cristiana. A veces pintaba el Padre el florecimiento de las
artes, y encomiaba las obras pasmosas de Leonardo de Vinci, de Rafael
y de Miguel Ángel, que venían a eclipsar las obras del arte antiguo, o a
competir al menos con las que resurgían y se extraían del seno de la
tierra, en donde habían estado sepultadas durante largos siglos de
obscuridad y de barbarie. Pugnaba el arte nuevo por imitar el antiguo,
pero la misma no vencida dificultad de la imitación daba ser a un arte
distinto.
Algo semejante ocurría en ciencias y en letras humanas. Comentando,
explicando e interpretando los antiguos filósofos, como Platón y
Aristóteles, se formaba una nueva filosofía, se abrían esplendidos y
dilatados horizontes, y se descubrían caminos y términos con los que
Aristóteles y Platón jamás habían soñado. Como si la tierra de Italia
estuviese fecundada por un espíritu nuevo, hasta los prófugos de la
antigua Bizancio, que habían traído como penates la ciencia y las letras
de los antiguos, las transformaban, al transmitirlas y enseñarlas a
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