los
italianos, en algo lleno de novedad, de vida y de sugestión poderosa.
Esos mismos prófugos, que sin dejar huella, mudos e inactivos,
hubieran acabado en el viejo imperio de Bizancio por disiparse como
sombras y por hundirse en el olvido, arrojados de su patria y en el
nuevo suelo que les daba hospitalidad, habían cobrado inesperada
energía, y, difundiendo su saber, cumplían alta misión civilizadora y
dejaban en pos de ellos un imperecedero y luminoso rastro. En la
magnífica puerta de la edad moderna, arco triunfal que daba entrada a
una nueva Era, esos hombres, escapados de las ruinas de un destrozado
imperio y como exhumados y vueltos a la vida, figuraban y
resplandecían ahora entre los fundadores de nueva y mayor civilización,
entre los hierofantes de la ciencia del porvenir. Bessarión, Láscaris,
Teodoro Gaza, Juan Argirópulos, Chrisóloras, Jemistio Pleton y no
pocos otros fueron los iniciadores y maestros del saber antiguo y como
los paraninfos que procuraron y concertaron las fecundas bodas del
poderoso genio del renacimiento y de la musa helénica.
En otros días pintaba el Padre Ambrosio el esplendor y la
magnificencia de la corte de León X, a quien rendían tributo todas las
naciones y prestaban respetuoso homenaje los más altos príncipes y
poderosos monarcas. Dábale esto ocasión para ensalzar al pueblo y a
los soberanos de España, que pasmosamente cumplían su misión de
dilatar por el mundo el imperio de la fe cristiana. Entusiasmado con
esto el Padre Ambrosio, pintó a los frailes la pompa triunfal con que
Tristán de Acuña entró en Roma. Tal vez desde los tiempos en que
volvió el andaluz Trajano de conquistar la Dacia, moviendo por última
vez al dios Término para que ensanchase el imperio de Roma, Roma no
había presenciado espectáculo más grandioso. Esta vez los nuevos
romanos, los fuertes hijos de Lusitania, habían llevado al dios Término
más allá de donde le llevaron o soñaron en llevarle Osiris, el hijo de
Semele, y Alejandro de Macedonia. Le habían llevado más allá del
Indo y del Ganges. El tremendo conquistador Alfonso de Alburquerque
había recorrido victorioso los mares de Oriente desde Aden hasta
Borneo; había conquistado y destruido reinos, había hecho tributarias o
entrado a saco populosas y ricas ciudades desde Ormuz, emporio de
Persia, India y Arabia, hasta Malaca, en el extremo sur de Siam. Para
capital de los nuevos dominios portugueses había tomado dos veces por
asalto a Goa, en el vecino reino de Villapor, realizando increíbles
hazañas y cometiendo inauditas crueldades. Había visitado a Ceilán,
tierra encantada de las piedras preciosas, delicia del mundo, patria de la
canela y de las perlas. El apóstol Santiago, montado en su caballo
blanco, se aparecía en las más sangrientas batallas de Alburquerque e
iba matando moros. Cristo mismo, para dar testimonio de la misión
divina que a Alburquerque había confiado, le mostró en el cielo una
gran cruz luminosa, hacia el lado de Arabia, convidándole y
excitándole a conquistar a Aden, a ir luego a la Meca a incendiar y
destruir el templo de la Caaba, y a dirigirse por último a Jerusalem para
libertar el Santo Sepulcro. La muerte sorprendió a Albuquerque en
medio de estos últimos colosales proyectos; pero antes de morir había
realizado tan grandes cosas, que el rey D. Manuel, su augusto y dichoso
amo, se complació en darlas a conocer al Papa de un modo digno y
solemne, y para ello le envió como embajador a Tristán de Acuña,
quien había precedido a Albuquerque en el mando de la India y bajo
cuyas órdenes al principio Albuquerque había militado.
De esta gloriosa embajada portuguesa, que el Padre Ambrosio
presenció durante su permanencia en Roma, hizo el Padre a los frailes
un entusiasta relato.
-VI-
La fama, decía el Padre Ambrosio, había anunciado por toda Italia la
novedad singular de la Embajada portuguesa. Gran multitud de
forasteros de todas las repúblicas y principados de Italia acudieron a
Roma. Calles, plazas, balcones y azoteas estaban llenas de gente que se
apiñaba y empujaba para coger buen sitio y ver pasar la procesión
desde la puerta del pueblo hasta el punto en que León X debía recibirla.
Era a fines de Marzo: una hermosa mañana de la naciente primavera.
Rompían la marcha varios heraldos a caballo con los estandartes de
Portugal. Seguían luego, a caballo también, los trompeteros y los
músicos tocando clarines y chirimías. Trescientos palafreneros,
vestidos de seda, llevaban de la rienda otras tantas briosas y bellísimas
alfanas, ricamente enjaezadas con gualdrapas y paramentos de brocado
y caireles de oro. Iba en pos vistosa turba de pajes y de escuderos.
Luego todos los portugueses, eclesiásticos y seculares, que entonces
residían en Roma. Luego los parientes del Embajador, todos en
caballos que ostentaban ricos jaeces. Eran los jinetes más de sesenta
hidalgos, que lucían sedas
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