y requisitos necesarios para la iniciación.
En el convento sólo había tres frailes con los cuales el Padre Ambrosio
se entendía, uniéndolos a él por virtud de misterioso lazo y haciéndolos
participantes con profundo sigilo de sus doctrinas esotéricas, no del
todo ni por igual, sino a cada uno según la aptitud y el vigor de
entendimiento y de voluntad que en él reconocía.
No se presuma, con todo, que el Padre Ambrosio imaginase que su
saber oculto se oponía en lo más mínimo a las ortodoxas afirmaciones
en que por fe creía y que forman la base de la religión de que era
ministro y sacerdote.
Sencillo y mero narrador de esta historia, no afirmaré ni negaré yo, que
hubiese o no hubiese error en el pensamiento del Padre Ambrosio. Sólo
diré lo que él pensaba, dejando que la responsabilidad sea suya. Verdad
incontrovertible era para él cuanto está contenido en las sagradas
escrituras, interpretadas recta y autorizadamente por los santos Padres,
por los concilios y por la cabeza visible de la Iglesia; pero, con
independencia de esta verdad, contra la cual nada podía prevalecer,
veía el Padre Ambrosio una amplia extensión, un inmenso y casi
ilimitado campo, por donde la inteligencia, la voluntad ansiosa de
descubrir misterios y hasta la fantasía creadora que forjando hipótesis
tal vez los explica y los aclara, podían volar libremente, sin ofender a
Dios, antes bien, ensalzándole y glorificándole hasta donde es capaz de
ello la pobre criatura humana.
Para el Padre Ambrosio la revelación era de varios modos y no acababa
nunca. Con frecuencia salían de su boca estas palabras que San Juan, en
su evangelio, pone en los labios de Cristo: _Aún tengo que deciros
muchas cosas; mas no las podéis llevar ahora_. Muchas cosas quedaban
aún por revelar. De algunas de ellas suponía el Padre Ambrosio que él
tenía conocimiento, pero este conocimiento era incomunicable, al
menos para la generalidad de los hombres, porque ahora, entonces, en
el momento en que el Padre Ambrosio hablaba y pensaba, _no las
podían llevar_, esto es, no podían comprenderlas.
Así fundaba el Padre Ambrosio su ocultismo en un texto sagrado.
Y no por eso desconocía los peligros a que se hallaba expuesto,
penetrando con su espíritu por medio de hondas e inexploradas
tinieblas en busca de nuevas verdades.
Hasta por prudencia, hasta por caridad repugnaba que le siguieran en
tan peligroso camino los que no tuviesen valor probado y la serenidad y
la elevación de juicio convenientes para no extraviarse, y en vez de
hallar nueva luz caer en transcendentales errores como en profundísima
sima.
En la mente del Padre Ambrosio había además otro motivo que
justificaba la no transmisión de mucha parte de su ciencia. La palabra
alada no podía llevarla materialmente y atravesando el aire desde un
cerebro humano a otro cerebro humano. No había frase, ni giro, ni
idioma capaz de expresar y de formular de modo sensible lo que el
Padre suponía haber aprendido o descubierto allá en las raíces y
abismos de su mente cuando tan hondo penetraba. A resurgir de allí su
espíritu se figuraba que volvía, no ya bañado, sino impregnado de luz
vivísima, que sólo podía pasar inmediatamente a otras almas y no
mediatamente por los sentidos corporales y groseros. Quien anhelase
poseer aquella ciencia y el poder que ejerce sobre la naturaleza quien la
posee, no podía adquirirla por la enseñanza oral o escrita de hombre
alguno, sino descendiendo en su busca hasta los abismos donde quien
la traía consigo la había alcanzado.
En suma, el Padre Ambrosio podía enseñar, y enseñaba, toda aquella
parte más vulgar de su magia, que se fundaba en el conocimiento
experimental del organismo de los seres animados, de hierbas y de
metales, de linimentos y pociones; pero la potencia mágica de su alma,
la fuerza que había tomado el espíritu en la propia raíz de su ser y con
la que avasallaba las substancias materiales y dominaba la naturaleza,
esto no podía transmitirse. Ni por difusión ni por intensidad cabía en
esto adelanto o mejora en la serie de los siglos. Hermes sabía y podía
más que el Padre Ambrosio. En su ciencia intransmisible no había
habido ni podía haber habido progreso. El progreso, la difusión por
enseñanza era dable para los menos iniciados en no pequeño conjunto
de noticias, de secretos raros y de atinada averiguación de propiedades
de los seres.
De los tres adeptos que el Padre Ambrosio tenía, el más adelantado era
el hermano Tiburcio, humilde lego, aunque señaladísimo y
estimadísimo en el convento por su ferviente piedad religiosa.
Esta piedad había hecho que en un principio mirase el hermano
Tiburcio con repugnancia y hasta con horror al Padre Ambrosio por la
fama que con vaguedad le acusaba de hechicero; mas vencida al cabo la
repugnancia, la
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