la
historia. Roma para él había sido siempre, y entonces era más que
nunca, porque volvía deslumbrado y hechizado por el esplendor, la
elegancia y el lujo de la corte de León X, Roma era para él en realidad
la Ciudad Eterna, la reina de las ciudades, la capital del mundo. El
pensamiento profundamente católico y español del Padre Ambrosio, si
no auguraba, si no se atrevía a profetizar una monarquía universal, la
creía posible y hasta probable y creía ver en el giro de los sucesos y en
el desenvolvimiento que iban tomando las cosas humanas, que todo se
encaminaba la formación de tan gloriosa monarquía, si monarquía
podía llamarse, y no debía darse otro nombre a lo que imaginaba el
Padre. Él imaginaba que el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y
cabeza visible de la iglesia, había de ser y era menester que fuese el
Soberano que dominase sobre toda la tierra y gobernase y dirigiese al
humano linaje como único pastor a una sola grey. Pero el Padre Santo
era principal ministro de un Dios de paz; en vez de cetro y espada tenía
cayado. No eran sus armas visibles ni capaces de herir el cuerpo sino
los espíritus: sus armas eran la bendición y el anatema. Determinando
mejor su concepto, el Padre Ambrosio miraba todos los territorios,
donde se había plantado la Cruz redentora, como redil amplio,
gobernado por el sucesor del príncipe de los apóstoles, pero gobernado
por la persuasión y por la dulzura y realizando la paz perpetua. Antes
sin embargo de llegar a término tan deseado, era menester el empleo de
la fuerza material para traer a Cristo las cosas todas, para impeler a
entrar en el aprisco a las ovejas descarriadas, y para combatir, matar o
domar a los leones bravos y a los hambrientos lobos que amenazaban el
rebaño y que no le dejaban vivir y pacer tranquilo. El Padre Santo, pues,
a pesar de su inmenso poder espiritual, necesitaba aún, y así estaba
prescrito y decretado en el plan divino de la historia, un poderoso y
enérgico brazo secular que le ayudase en su empresa, que le valiese
para la pacificación de la tierra toda y para lograr que Roma, al cabo,
transfigurada y purificada, en nada se pareciese a la antigua Babilonia,
sino a la Jerusalem refulgente, que el Águila de Patmos vio descender
del cielo, ricamente ataviada con admirables joyas y con la vestidura
nupcial y con las regias galas de la esposa de Cristo. Para el Padre
Ambrosio, en suma, el Padre Santo, en nuestra Ley de Gracia, y en la
nueva Era, en cuyo principio creía él vivir, parecía permanente y más
dichoso Moisés, que no había de ver la tierra prometida desde lo alto
del monte Nebo y allá a lo lejos, sino que había de entrar en ella y
dominarla para bien de todo nuestro linaje. A este fin, el Moisés
permanente pedía al cielo un Josué activo y belicoso, cuya espada
desbaratase y rompiese las huestes enemigas y al son de cuyos clarines
cayesen derribados con espantoso fragor los muros de las fortalezas
infieles, cuya poderosa hacha de armas quebrase y derribase todos los
ídolos y cuyo brazo infatigable acabase por plantar la Cruz del
Redentor en todas las latitudes y en todas las alturas, haciendo que las
gentes fieras y las más remotas y bárbaras naciones, desconocidas antes,
cayesen ante ella postradas de hinojos.
Este brazo secular, este permanente Josué con que el Padre Ambrosio
soñaba, era el pueblo español y era su soberano: flamante pueblo de
Dios y nuevo e inmortal caudillo que la providencia suscitaría a fin de
que se cumpliesen sus altos designios, de todo lo cual la lozanía juvenil
de todo Portugal, Aragón y Castilla era como signo precursor, era como
primavera riquísima en flores, que alegraban el corazón y ya le daban
en esperanza segura el venturoso y sazonado fruto.
Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que a su vuelta de
Roma trajo el Padre Ambrosio embargado el espíritu.
-IV-
En su trato y relaciones, así con la gente seglar y profana como con la
mayoría de sus hermanos los religiosos, el Padre Ambrosio de Utrera,
si bien mostraba, sin vanidosa ostentación y cuando convenía, la
ciencia teológica que con sus estudios había adquirido y que atesoraba
su inteligencia, todavía guardaba, en lo más hondo y arcano de su
mente, cierta filosofía oculta que la prudencia, y tal vez compromisos y
deberes de secta, le prescribían no revelar por completo a nadie. Algo
sólo podía comunicar a los adeptos e iniciados, según los grados de la
iniciación que tuviesen y según las pruebas que hubiesen hecho.
Con dificultad hallaba y reconocía el Padre Ambrosio en las personas
con quien trataba las prendas
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