Morsamor | Page 5

Juan Valera
que los portugueses emplearon para despertarla del sueño, no
fue a la verdad tan dulce y tan delicado como el del cuento; pero la
realidad tiene sus impurezas y aquellos tiempos eran más rudos que los
de ahora. Valga esto para disculpa de los portugueses.

Como quiera que ello sea, ya las noticias de nuestros triunfos en Italia,
ya las vagas y confusas narraciones de los descubrimientos que hacia el
Occidente hacían los castellanos de grandes y fértiles islas y de un
dilatado continente, habitado todo por tribus salvajes y decaídas que no
habían llegado o que habían retrocedido hasta el extremo de no tener
animales domésticos, de no ser pastores, de vivir en un estado de
humanidad más rudimentario que el de los pueblos errantes de Asia y
de África, ya las expediciones, victorias y conquistas de Portugal en la
India, que renovaban o eclipsaban las glorias fabulosas del Dios
Ditirambo y las hazañas y empresas reales del Macedón Alejandro y
que obscurecían las leyendas de los siglos medios, todo entusiasmaba y
solevantaba a Fray Miguel de Zuheros; pero lo que más le seducía, lo
que ejercía fascinador influjo en su ánimo y le atraía poderosamente,
era el éxito de los portugueses en la India.
Acostumbrado Fray Miguel a disimular sus emociones, a no confiarse a
nadie y a no desahogar confesándolo lo que tenía en su pecho, no
mostraba en lo exterior ni para cuantos le rodeaban alteración ni
cambio.
Como además fijaba poco la atención y todos le tenían por persona
menos notable de lo que era, nadie advertía el cambio imperceptible y
lento que en él se había realizado. Fray Miguel estaba más retraído y
silencioso que nunca. De sus labios no brotaban sino las indispensables
palabras que la necesidad o la cortesía nos obligan a pronunciar en la
vida diaria, y no sonaba su voz en más largos discursos que los de las
devotas oraciones que rezaba en el coro.

-III-
En contraposición a la insignificancia y obscuridad de Fray Miguel,
había en el mismo convento otro fraile cuya fama y alta reputación de
sabio se extendían por toda la Península y aun trascendían a Italia y a
otras naciones. Se llamaba este fraile el Padre Ambrosio de Utrera. No
había disciplina ni facultad en que no se le proclamase maestro. Era
gran humanista, diestro y sutil en las controversias, teólogo y

jurisconsulto, y muy versado en el estudio de los seres que componen
el mundo visible. Se suponía que de magia natural, astrología y
alquimia sabía cuanto podía saberse en su tiempo, y que él además, a
fuerza de estudios, meditaciones y experiencias, había descubierto
grandes misterios y secretas propiedades y leyes de las cosas creadas,
de lo cual revelaba algo a sus contemporáneos y ocultaba mucho, por
considerar que el humano linaje no alcanzaba aún la madurez y la
capacidad, convenientes para que pudiera confiársele sin profanación o
sin gravísimo peligro la llave de aquellos temerosos arcanos, de los que
sin embargo, se valía él para aliviar muchos males, corregir muchos
vicios y mejorar la condición y la suerte de sus semejantes, los demás
hombres.
El Padre Ambrosio había ido por orden superior y en misión secreta a
Roma.
No importa a nuestra historia, ni sabríamos declarar aquí, aunque
importase, cuál había sido el objeto de la misión del Padre Ambrosio.
Baste saber que estuvo siete años en Roma, bajo el pontificado de León
X, y que volvió a su convento de Sevilla el año de 1521 en que va a
empezar la historia que aquí referimos.
A pesar de su grande autoridad como hombre de ciencia y a pesar de la
austeridad de sus costumbres, el Padre Ambrosio era benigno y afable
con todos los hombres y más aún con los desatendidos y desdeñados.
De aquí que Fray Miguel de Zuheros, si de alguien había recibido
muestras de cariñosa simpatía, había sido del Padre Ambrosio, y si algo
los interiores tormentos de su espíritu había revelado a alguna persona,
esta persona había sido el mencionado Padre.
Durante su ausencia, pues, Fray Miguel había vivido más aislado y
mudo que nunca.
Con frecuencia, en las horas de recreo y solaz que en el convento había,
cuando ni los Padres ni los novicios estudiaban, meditaban o rezaban,
en el extremo de la huerta donde había árboles de sombra y asientos de
piedra, el Padre Ambrosio se sentaba rodeado de muchas personas que

componían un atento auditorio, y con fácil palabra les relataba lo que
llamaríamos hoy sus impresiones de viaje.
Describía el Padre elocuentemente las magnificencias de la Ciudad
Eterna: sus palacios, sus templos y sus majestuosas ruinas.
El Padre Ambrosio no consideraba sin embargo a Roma como
ciudad-relicario, museo de antigüedades, residuo maravilloso pero
inerte de poderío y grandeza jamás igualados antes ni después en
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