concebido ni en sueños, comprendiéndolo sólo al verlo en realidad
efectiva. España, pobre, desgarrada por discordias civiles, sin dominio
y sin influjo en lo exterior, se había transformado de repente en la
primera nación del mundo, y Fray Miguel, que en sus verdes
mocedades había aspirado a llenarle de su ama, como trovador y como
guerrero, tenía entonces que confesarse asimismo, en amargo vejamen,
que ni como devoto fraile, con oraciones y súplicas, había contribuido a
tan maravillosa transformación y a tan no prevista ni imaginada
grandeza.
Los nombres gloriosos de navegantes intrépidos, de dichosos e invictos
capitanes, de habilísimos políticos, de negociadores que sabían ganar
ajenas voluntades e imponer la propia, y de administradores juiciosos y
atinados que encontraban recursos sin esquilmar a la nación, todo esto,
a par que halagaba el alma de Fray Miguel en lo que tenía de alma
española y en lo que era como parte del alma superior y colectiva de su
pueblo y de su casta, lastimaba, hería y destrozaba su alma individual,
colmándola de amargo abatimiento y de ponzoñosa envidia.
Durante muchos años, desde que se retiró Fray Miguel al claustro hasta
mucho después, el completo menosprecio del mundo, o sea del linaje
humano en general y de su pueblo en particular, había estado en
perfecta consonancia con el menosprecio de sí mismo que Fray Miguel
sentía, de donde resultaba una tranquilidad fúnebre. Fray Miguel había
estado, durante muchos años, fúnebremente tranquilo; pero el reciente
alto concepto que de su patria había formado y la consideración del
valer, de las hazañas y de la gloria de los hombres que habían
encumbrado su patria, se contraponían ahora al menosprecio de sí
mismo que no podía menos de seguir sintiendo, y esto levantaba en su
alma una tempestad de celos y hacía retoñar y reverdecer en ella la
antigua ambición de su mocedad, volviendo a ser ambicioso con más
de setenta y cinco años cumplidos. Su corazón latía con violencia lleno
de extrañas aspiraciones bajo el humilde sayal franciscano. Su corazón
se agitaba en la vejez acaso con más poderosas energías que en la
juventud. En su juventud había habido siempre algo de vano en todos
sus propósitos ambiciosos: había puesto la mira en fines confusos o
efímeros y poco elevados: en distinguirse en un torneo o en alguna otra
empresa caballeresca atrayendo la atención y conquistando el afecto de
alguna dama hermosa, encumbrada y noble. Ahora los fines que se
proponían, que buscaban y que alcanzaban los hombres de acción, eran
más consistentes, eran más altos y no por eso menos positivos y
sustanciales. El mundo, ignorado antes, había venido a revelarse con
una grandeza real hasta entonces no percibida y por toda ella iban a
extenderse y a triunfar la religión de Cristo y la civilización de Europa,
llevadas par los hijos de Iberia hasta las regiones más remotas, ya entre
gentes bárbaras y selváticas que separadas del resto del humano linaje
no habían seguido su marcha progresiva y hasta habían olvidado la
nobleza de su origen común, ya entre los pueblos de Oriente donde
persistían y florecían aún la poesía y el saber y el arte de las edades
divinas, cuando entendían los hombres que estaban en comunicación y
trato con los dioses y con los genios; por todas partes, entre todas las
lenguas, tribus y gentes, así entre aquellas, que olvidadas de las
primitivas aspiraciones y revelaciones, se habían hundido en una vida
casi selvática, como entre aquellas que, combinando y fecundando esas
aspiraciones y revelaciones primitivas con los ensueños de una
exuberante fantasía, habían creado una portentosa cultura, en cuya
ponderación y admiración permanecían inmóviles.
Si nos figuramos a todo el humano linaje como inmensa hueste que
marcha a la conquista de una tierra de promisión, los pueblos selváticos
y rudos que hacia el Occidente se habían descubierto, eran como parte
de la hueste que se había extraviado en el camino y que no sólo había
desistido de la empresa sino que la habían olvidado. Por el contrario,
los pueblos que los portugueses habían vuelto a visitar en el Oriente,
abriéndose camino por los mares, se diría que, embelesados en el regalo
y deleite de encantados jardines y orgullosos de su primitivo saber y del
rico florecimiento de la antigua cultura, permanecían aún parados e
inertes. Misión providencial de los hijos de Iberia era sin duda sacar a
los unos de la abyecta postración en que habían caído y despertar a los
otros del sueño secular, del profundísimo letargo en que estaban.
Esta parte de la misión parecía especialmente confiada a los
portugueses. Habían, como el gentil caballero del antiguo cuento de
hadas, venciendo mil obstáculos y dificultades, penetrado en los
deliciosos jardines y luego en el encantado palacio donde, desde hacía
muchos siglos, la hermosísima princesa estaba dormida.
El modo
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.